Allá lejos y hace tiempo, en la campaña electoral de los Estados Unidos de 1999 George Bush hijo reconoció haber sido adicto -muy- al alcohol destilado de maíz y centeno, madurado en cubas de roble, más conocido como bourbon. De su confesión me quedó una frase de la que nunca pude rastrear su veracidad -a lo mejor fue lo que Carlos Monsiváis definió: "rumor que será leyenda, que será 'verdad histórica' "-: "cambié a Jack Daniels por Jesús Cristo". Soy agnóstico, pero estoy convencido que los tres frutos prohibidos del árbol de la ciencia, del bien y del mal eran una botella de bourbon, una de gin y otra de raki; por lo tanto, tengo autoridad moral para encuadrarme con aquellos que piensan que a la humanidad le hubiera sido más beneficioso que Bush hijo permaneciera devoto a Jack Daniels.
El jueves 9 de marzo por la noche cuando dieron en el canal Films and Arts la película de Stanley Kubrick, de la que soy fiel seguidor: Doctor Strangelove o cómo aprendí a amar la bomba atómica, se me ocurrió escribir algo sobre el film y, también, recordé la reflexión de Borge, en un relato exquisito, que glosé mentalmente: "Que la historia copie a la historia es pasmoso; que la historia copie a la literatura, inconcebible". Ahora, que el argumento del relato "Tema del traidor y del héroe" haya sido reelaborado por Hugo Prat en su saga de Corto Maltés con el título "Concierto en Do Menor para arpa y nitroglicerina" me llevó a la veracidad de otra cita, ahora de Oscar Wilde: "la vida imita al arte"; a medida que avanzaba la trama, su argumento se actualizaba con la velocidad de un trend topic o de una filmación viralizada en redes sociales.
Para los que no la hayan visto, vale la pena sintetizar el libreto, desopilante ya desde los nombres y sobrenombres, cargados de connotaciones de los protagonistas -Kubrick no se anda con sutilezas en este punto-. En un presente que parece ser el de la película, 1964, años de la guerra fría y de una permanente amenaza de guerra nuclear, en una base militar de los Estados Unidos, el general de la fuerza aérea Jack D. Ripper da la orden a sus bombarderos, que volaban las 24 horas del día cargados de armas nucleares y alertas, para bombardear los puntos estratégicos de la Unión Soviética que tenían asignados como hipotética misión. Pero, tras su orden, lo que era hipotético pasó a ser real, por eso, al mismo tiempo, el general toma todas las precauciones para bloquear cualquier acceso a la base o dar una contraorden a los bombarderos, de la cual sólo él tiene la clave. Uno de los argumentos de Jack D. Ripper para tomar esta resolución es que el agregado de flúor al agua corriente -una medida para prevenir caries dentales-, era una maquiavélica maniobra rusa para lavarle el cerebro al mundo occidental y convertirlos en comunistas, por esta "certeza" ordena el ataque, con la esperanza de una respuesta de la Unión Soviética y que los Estados Unidos resolvieran desatar una guerra total. Lo interesante es que, para mantenerse a salvo de la contaminación del agua fluorada, Jack D. Ripper sólo bebía agua de lluvia y bourbon, como George Bush hijo antes de convertirse.
En la película, Peter Sellers interpreta tres personajes. El primero, es el major Mandrake, oficial británico que es adjunto de Ripper en un plan de colaboración de defensa aérea entre la USAF y la RAF; el segundo papel, es del presidente de los Estados Unidos, Merkin Muffley; el tercero, Von Klutz, asesor presidencial y de evidente origen nazi. En el primer papel de Peter Sellers, el major Mandrake logra la derrota de Jack D. Ripper, que tropas leales tomen la base, darle las claves al presidente Muffley para informar por radio a sus aviones de la contraorden y abortar el bombardeo masivo a la Unión Soviética.
A continuación, en la Sala de Guerra, el presidente Muffley, reunido con su plana mayor de asesores políticos y militares, convoca al embajador ruso y le pide que lo contacte urgente con el presidente de la Unión Soviética ya que éste no atiende el teléfono rojo. Finalmente, el embajador ruso consigue ubicar a su presidente, que en esos momentos estaba borracho como acostumbraba, el mismo hábito de otro presidente ruso, Boris Yeltzin, durante los 90. Lograda la comunicación, el presidente Muffley, le informa a su par ruso sobre el "pequeño problema que ha causado uno de mis muchachos" y lo tranquiliza respecto a que casi todos los aviones están de vuelta; además y, ante el horror de sus asesores militares, le da las coordenadas para derribar a todos los bombarderos que no hayan regresado.
No más enterarse del desastre que se avecina, al presidente ruso le pasa lo mismo que al gaucho Martín Fierro, por aquello de: "no hay cosa como el peligro / pa' refrescar un mamao / hasta la vista se aclara / por mucho que haiga chupao" y le confiesa que, si llega a caer una sola bomba atómica en el territorio soviético se detonará un ultrasecreto sistema de defensa, imposible de desactivar: el "Dispositivo del fin del mundo". No más escuchar esas palabras el embajador ruso palidece y confiesa a la audiencia en la Sala de Guerra que ese "Dispositivo del fin del mundo" no es nada más que un sistema de retaliación rusa: el bombardeo atómico de un centenar de ciudades y puntos estratégicos en los Estados Unidos, lo cual llevará a una nueva respuesta nuclear. Que no es otra cosa que el plan del, a esta altura de la película difunto, general Jack D. Ripper; sólo que con signo contrario.
Entra en este momento a tallar von Klutz o Doctor Strangelove, ahora Peter Sellers, caracterizado en una silla de ruedas, dientes de escualo, anteojos negros y la mano derecha mecánica con guante negro. Von Klutz habla un inglés veteado de germanismos y analiza, con una regla de cálculo entre sus manos, las posibilidades de refugiarse en el pozo de una mina a un kilómetro de profundidad. En esa mina, especie de "Arca de Noé subterránea", se podría almacenar equipamiento militar, alimentos, animales y semillas, para refugiar a una elite de militares y científicos, y una proporción de mujeres 10 veces superior a la de los hombres. Además estas mujeres deberían ser seleccionadas, palabras más, palabras menos, "no por su inteligencia sino por sus atractivos físicos" para estimular la libido de los hombres y, palabras más, palabras menos, "repoblar la superficie de la tierra".
En el ínterin todos los aviones han regresado o sido derribados, menos uno. Es el bombardero llamado Leper Colony (Colonia de leprosos) cuyo capitán T. J. King Kong -que además, al enterarse de la orden de ataque, ha cambiado su casco por un sombrero de cowboy- es de la misma lechigada que el general Jack D. Ripper. El Leper Colony tiene sus sistemas de comunicación averiados por un misil que casi lo derriba y, volando a muy bajo nivel, logra esquivar las defensas rusas y bombardear su objetivo. En la Sala de Guerra, von Klutz, tiene su discurso cada vez más germanizado y, valga la aliteración, alucinado. Entre espasmos, su mano mecánica derecha se levanta y, en contra de su voluntad, hace el saludo nazi. En el mismo instante, en la Sala de Guerra, todos se enteran de que "El dispositivo del fin del mundo" ha sido activado; von Gluck logra levantarse de su silla de ruedas, hace el saludo nazi y exclama "Mein Führer I can walk!". O lo que es lo mismo, Lázaro, levántate y anda, pero en palabras de Bush, dichas por Donald Trump por la boca de Geert Wilders.
Al momento de escribir estas líneas, estuve tentado de titularla "La vida imita al arte: Donald y Geert". Pero mientras releía las notas que había escrito cuando veía Doctor Strangelove, la reflexión borgeana se me hizo más irónica. A continuación pensé en aquel comienzo de Marx, palabras más, palabras menos: "Hegel dice en alguna parte que la historia se repite, como si dijéramos dos veces. Pero se olvidó de agregar: una como tragedia y otra como farsa" y me di cuenta que tampoco era la acertada. Quizás, ahora que la vida imita al arte, habría que dar vuelta esa reflexión y pensar que la historia se repite, pero una vez como farsa y otra vez como tragedia. Porque si Trump ha logrado una extraña fusión de dos adjetivos dándole al segundo la función de adverbio, es "macabro patético", sus seguidores son "macabro patético sórdidos". Cuando hablo de sus seguidores me refiero a dos caricatos de la caricatura que es Donald Trump: Boris Johnson, líder del Brexit, y el aparato holandés Geert Wilders. A los tres los identifica el agua oxigenada.
Si la vida imita al arte, es improbable que haya una guerra nuclear, aunque ignorar el recalentamiento global y promover explotaciones petroleras en santuarios ecológicos pueden ser sucedáneos. O comparar El Corán con Mi lucha o perseguir a "los otros": mexicanos o musulmanes o africanos, tanto da.
El mundo civilizado, como Drogo el protagonista de El desierto de los tártaros, espera la próxima movida de la horda de los Atilas oxigenados. Pero la vida vuelve a imitar al arte: al trío de caricaturas oxigenadas se le suma la horda de nacionalistas populistas. Apoyados y financiados por ese al que, en la película de Kubrick, le habría tocado el rol de villano alcohólico. Pero no es alcohólico sino deportista, el nuevo garañón ruso es cinturón negro de yudo y anda mostrando por todas partes su torso desnudo de macho eslavo y defendiendo a su amigo Trump, que fue acusado de solicitar prostitutas en un viaje a Moscú, cuando todavía era aspirante a presidente. Su argumento fue, palabras más, palabras menos, "es comprensible que así sea, porque en Moscú están las mejores cortesanas del mundo". Como en el tango de Discépolo donde "mezclao con Stravisky / va Don Bosco y La Mignon, /Don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín", Trump y Putin, Geert Wilders y Marine le Pen, van de la mano. Y, en los Estados Unidos, la venta de novelas distópicas se ha disparado.
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