31 de marzo 2017, viernes. Cuando subí al subterráneo había un asiento libre justo al lado de la puerta que separa los vagones, algo inusual, a las once de la mañana, en la parada de Plaza Italia. Ya sentado me fijé en el muchacho, a mi izquierda, de unos 20 o 22 abriles con su celular de última generación entre manos -esos que tienen la pantalla de bordes redondeados y que pienso comprar ni bien termine de pagar la cuota del último viaje-; estaba conectado con sus auriculares del tipo que me dan más impresión, los intraurales.
A continuación, levanté la cabeza y vi la espalda de una chica que había subido detrás de mí con una remera de breteles finos y un tatuaje de Ecce Homo, en el omóplato derecho.
Él escuchaba música, lo supe porque estaba a un volumen tan alto que se oía sin auriculares, imaginé las ondas sonoras atravesando sus canales auditivos haciendo eco en la caja craneana y fluir por todos sus poros.
Me refugié detrás del primer tomo de las Obras completas de Luciano.
El muchacho seguía el ritmo con la cabeza, miraba embobado el teléfono y, con exagerado fetichismo, acariciaba los bordes redondeados con la punta de los dedos.
Idas y venidas del fluir de la conciencia: "Abril es el mes más cruel", pero antes debería ver el comienzo de The Waste Land y empezar a escribir; lo hice: "April is the cruellest month, breeding / Lilacs out and the dead land mixing, / Memory and desire, stirring / Dull roots with spring rain" (Abril es el mes más cruel: engendra / lilas de la tierra muerta, mezcla / recuerdos y anhelos, despierta / inertes raíces con lluvias primaverales). También abril engendra Golems como mi compañero de asiento de uno 20 abriles. Refugiado detrás de Luciano, como si escudriñase por una mirilla, observé de reojo a mi izquierda. Continuaban sus caricias, no pude imaginarlo tratando ni a su schlong con semejante ternura. Ahora estaba contestando un mensaje por Facebook. Levanté la vista hacia Ecce Homo, hacía equilibrio sobre las piernas mientras, con sus pulgares, enviaba mensajes de texto. He visto tatuajes peores, por lo menos este era en tonos azulados.
Pude ver con atención el tatuaje; aunque borroso, definitivamente se trataba de una copia de la deplorable restauración del mural del Cristo -deplorable- de Borja perpetrada por una octogenaria. Fue una de las noticias más desopilantes del año, por el resultado, logró empeorar -lo cual parecía bastante difícil- el mural, que fue rebautizado como "Ecce Mono". Había seguido la noticia y sus derivas con interés y, en aquella época, busqué información y tomé notas sobre el incidente; pensé relacionarlo con el último casamiento de la duquesa de Alba, devenida, por obra y gracia de sucesivas cirugías estéticas y bótox, en una "Ecce mona" goyesca y albina.
Supe que el Cristo de Borja está inspirado en el Ecce Homo, de Guido Renni. Mi mejor recuerdo de "el Guido" es una de las mujeres, tomada de La matanza de los inocentes, en el Guernica de Picasso. Del resto de la obra de Renni: “la luz del entendimiento” me hace ser muy comedido.
Detrás de Luciano escudriñé. No acarició el celular siguió con el mensaje:
"Agus sabemos que lagregraste" -se le disparó, continuó-
"la agregaste la" -se le disparó, continuó-
"la mentira sacavó" -con una sonrisa de satisfacción cerró Facebook-.
Llegando a estación Tribunales, me levanté y vi con más claridad el tatuaje de Omóplato Derecho. Intentaba ser la reproducción de la foto del Che tomada por Korda. Lo único que se veía menos borroso era la estrella de la boina. Realmente el trabajo del dibujante transformó a la icónica fotografía en un ecce homo, pero del arte del tatuaje. Uno de los textos de Luciano reflexiona sobre que los toros deberían tener los cuernos debajo de los ojos, así podrían ver bien donde clavarlos. La portadora de ese dibujo en la espalda era un caso semejante al del toro, no podía verse a sí misma; el tatuaje era capaz de arriarle la libido inflamada de Viagra al mismísimo marqués de Sade.
Un repentino corte de luz en el vagón y por algunos segundos se vieron las pantallas iluminadas de celulares. Luces espectrales iluminaron los rostros de los propietarios.
Antes de bajar vi a un muchacho sentado con unos auriculares descomunales que le cubrían desde los temporales hasta la articulación de la mandíbula. El cable, algo corto, se perdía dentro de la mochila –sobre las rodillas- y lo obligaba a mantenerse agachado encima de ella.
Idas y venidas del fluir de la conciencia, recordé un bronce de Frederick Remington que vi en el Met de New York: minero subiendo por una pendiente escarpada que tira de las riendas de la mula cargada con equipo. El ángulo de la cabeza de la mula muy parecida al del muchacho, sólo que en vez del minero era tironeado por su mochila.
Frederick Remington fue un canalla, pero dibujó y esculpió los mejores caballos que han visto. Y eso que pienso que caballos y mulas son animales sumamente desagradables e impredecibles por los dos extremos y totalmente incómodos en el medio.
Con los compañeros de subterráneo y sus mundos, otro tanto; por lo impredecibles.
El viaje en subterráneo se transformó en Cuadros de una exposición, pero este es el título de una obra musical de Modest Mussorgski.
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