Nunca me llamaron la atención las novelas policiales, sí las películas; también un género afín: de espías. Es curioso porque de niño me gustaba mucho un juego que, con algunas variantes, ya era conocido por la población menuda de la antigua Roma: policías y ladrones ―en mi caso preferentemente del bando de los últimos―. Por esta razón, hace años, me cautivaron las cinco películas de una saga que rompió con el esquema del policial clásico, la serie del inspector Harry Callahan: Dirty Harry (Harry el sucio); personaje que le dio su impronta a la tira cómica “Boogie el Aceitoso” de Roberto Fontanarrosa, un grande entre los escritores argentinos.
Dirty Harry fue toda una revelación, desde su compañero inseparable, actor de reparto, el revólver Smith & Wesson M29, calibre .44 Magnum con caño de 8 pulgadas y media. Fue una revelación porque es un policía con un concepto de justicia distinto, antihéroe todo terreno digamos; no vacila en utilizar métodos poco ortodoxos a la hora de acortar cabildeos judiciales que pueden dejar en libertad a malos y canallas ―in altre parole, prefiere matarlos a llevarlos presos―; por eso, al escribir estas líneas, lo imagino tomando como blanco de sus palizas a jueces y abogados garantistas.
En la cuarta película de la saga, Sudden Impact (Impacto fulminante), Harry Callahan hizo famosa una frase, antes de cargarse al malo que se le cruzaba y no se decidía a rendirse, "Go ahead, make my day" (Adelante, alegráme el día). En esta película Dirty Harry debe investigar una serie de crímenes con la misma impronta: un cadáver masculino con un tiro en los genitales y luego en la frente. Uno de los diálogos más desopilantes lo tiene con el forense que, con el muerto ―mejor, ya que hablamos de Dirty Harry: "el fiambre"― a la vista en la escena del crimen el asiento del conductor en un coche abandonado en la playa, le explica, mientras come un hot dog, y el resto de los policías palidecen de asco al ver al muerto con los pantalones por las rodillas y el despelote de sangre y masa encefálica: "Una vasectomía calibre 38 largo, seguida de un analgésico, calibre 38 largo, en el medio de la frente".
Vi la primera película de la serie Rocco Schiavone a poco de haber empezado: la escena ocurre en la morgue donde el inspector Rocco con su ayudante Italo Pierron escuchan los comentarios de Antonio Fumagallio –forense tan lector y culto como irónico–, mientras muestra un cadáver eviscerado, Antonio explica los resultados de la autopsia y algunos probables detalles del asesinato, a la vez, con guantes quirúrgicos de goma, toma un sandwich de miga de una bandeja que está junto a los instrumentos de cirugía. En cierto momento Rocco Schiavone ―Italo está ocupado vomitando en el baño― formula su hipótesis de la forma en que se cometió el asesinato. La respuesta de Antonio Fumagallio es de antología: "Mi trabajo es leer cadáveres. El tuyo averiguar por qué se convirtieron en cadáveres"; y continúa comiendo el sandwich de miga.
Lo más importante de la reflexión de Antonio Fumagallio es que coloca al forense e investigador policial en otro rol: de crítico literario y artístico, para leer textos y obras de arte para descubrir el mensaje oculto y los motivos que llevaron al artista para realizarlo.
Si Harry Callaham patea el tablero como justiciero de la ley, pero que actúa del otro lado de la ley, Rocco Schiavone le patea el tablero a otro comisario, el siciliano Salvo Montalbano; no tanto en lo que hace a sus métodos ―los dos siguen la escuela de Dirty Harry en lo que hace a manipular, ocultar o destruir pruebas para condenar a los malos; aunque, latinos y sentimentales al fin, no son tan fundamentalistas a la hora de aplicar la pena capital― sino en el modus vivendi. Montalbano es un hedonista sociable que le gusta leer, las mujeres, la buena comida y la buena bebida. Además le encanta la natación, actividad que practica todas las mañanas en el mar que está frente de su casa. Todo en él es luz mar y sol.
Rocco Schiavone, por su parte, es sombrío, próximo a Plutón y el Hades. Inspector de policía romano que, antes de llevarlo preso, le dio una paliza ―al mejor estilo Dirty Harry― a un violador serial. El problema es que, el violador serial es hijo de un conocido político quien, en contrapartida, hace que el inspector sea castigado con un nuevo destino, en la ciudad de Aosta, en el norte de Italia, lugar que, de entrada, junto con las pistas de sky, se gana la antipatía de Rocco. El romano es un dandy urbanita, que arruina los zapatos de marca por andar en la nieve, no realiza actividad física y es un fumador empedernido. Se siente extraño en la ciudad de la cual sólo conoce su casa alquilada, la jefatura de policía, la fiscalía y la trattoria. Por las mañanas fuma un porro para ponerse a tono. En contrapartida con Salvo Montalbano, es hosco y poco sociable; un solitario, que en sus momentos de duda o tristeza, sostiene poéticos diálogos con la esposa, que murió hace unos años. Pero en sus ensoñaciones ella aparece en escena: sentada a la mesa, recostada en un sofá, en las rocas o ruinas en las afueras de Aosta.
En su rol de policía, y manera de razonar, Rocco Schiavone es el asesino del cuento 'La muerte y la brújula', del escritor argentino Jorge Luis Borges: Red Scharlach "...cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy...". Red Scharlach va tramando una serie de asesinatos donde deja mensajes en clave, que llevan al detective Erik Lönnrot, a predecir el lugar y hora del próximo crimen. Lo que no puede predecir es que la víctima será él mismo, ya que Red Scharlach le ha tendido una trampa. Este final está anticipado en la segunda frase del primer párrafo del cuento: "Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó". De esta manera el método de análisis de Monsieur Dupin, el personaje de Edgar Allan Poe que investiga y resuelve crímenes aparentemente insolubles ―y que a su vez es el padre de Sherlock Holmes y de la moderna novela policial― es utilizado por Red Scharlach para tramar un asesinato.
Con estilo semejante, Rocco Schiavone, al hablar con las personas implicadas en un asesinato, les da a entender que su investigación apunta hacia otra dirección, la del sospechoso inocente, para hacer que el verdadero culpable se entrampe en su coartada y se delate. Procede como Scharlach el Dandy, pero del lado de la policía. La síntesis de su filosofía aflora en un diálogo que tiene con una librera ―que, además, da un taller de lectura donde analizaban los cuentos policiales de Poe―. La librera, a propósito de un asesinato, le pregunta si existe el crimen perfecto. "No existe un crimen perfecto, solo asesinos con mucha suerte".
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