Don Casmurro 8

Por si algún lector se entusiasmó con los capítulos I a VI, publicados en Don Casmurro 1, Don Casmurro 2, Don Casmurro 3, Don Casmurro 4 y Don Casmurro 5, yDon Casmurro 6 y Don Casmurro 7, les anticipo el octavo.

 

 

X - Acepto la teoría.

 

            Que sea demasiada metafísica sólo para un tenor, no cabe duda; pero la pérdida de la voz lo explica todo y hay filósofos que son, en resumen, tenores desempleados.

            Amigo lector, acepto la teoría del viejo Marcolini, no sólo por la verosimilitud, que muchas veces es toda la verdad, sino porque mi vida casa bien con su definición. Canté un dúo tiernísimo, después un trío, después un cuarteto… Pero no nos adelantemos; vamos a la primera tarde, cuando me enteré de que ya cantaba, porque la denuncia de José Dias, mi caro lector, me la hizo principalmente a mí. Ante mí es ante quien me denunció.

 

XI - La promesa.

 

            Apenas vi desaparecer al agregado por el pasillo, dejé el escondrijo y corrí a la galería del fondo. No quise saber ni de las lágrimas ni de la causa que las hacía verter a mi madre. La causa era probablemente sus proyectos eclesiásticos y el motivo de éstos es lo que voy a contar, porque ya entonces era una historia vieja; ocurrida dieciséis años atrás.

            Los proyectos venían del tiempo en el que fui concebido. Habiendo nacido muerto su primer hijo, mi madre se encomendó a Dios para que el segundo viviera y le prometió que, de ser varón, entraría en la iglesia. Quizá esperase una hija. No le dijo nada a mi padre ni antes ni después de darme a luz; pensaba hacerlo cuando yo fuera a la escuela, pero enviudó antes. Ya viuda, sintió terror de separarse de mí; pero era tan devota, tan temerosa de Dios, que buscó testigos de su promesa, confesándola a parientes y familiares. Únicamente, para que nos separásemos lo más tarde posible, me hizo aprender en casa las primeras letras,; latín y doctrina, con el padre Cabral, viejo amigo de tío Cosme, que iba allí por las noches a echar una partida.

            Los plazos largos son fáciles de suscribir, la imaginación los hace infinitos. Mi madre esperó a que los años fuesen pasando. Mientras tanto, me iba acostumbrando a la idea de la iglesia; juegos de niños, libros devotos, imágenes de santos, las conversaciones en la casa, todo convergía hacia el altar. Cuando íbamos a misa, me decía siempre que era para que aprendiese a ser padre y que reparase en el padre, que no quitase los ojos del padre. En casa jugaba a celebrar misa, un poco a escondidas, porque mi madre me decía que la misa no era cosa de juego. Capitú y yo, preparábamos un altar. Ella hacía de sacristán y alterábamos el ritual, en el sentido de repartirnos la hostia entre nosotros; la hostia era siempre un dulce. En la época en que jugábamos así era muy común oír a mi vecina preguntarnos: “¿Hoy hay misa?” Yo ya sabía lo que eso quería decir, respondía que si e iba a pedir la hostia con otro nombre. Volvía con ella, ordenábamos el altar, engolábamos el latín y acortábamos las ceremonias. Dominus, non sum dignus[1]… Esto, que yo lo tenía que repetir tres veces, creo que sólo lo decía una, tal era la gula del cura y del sacristán. No bebíamos vino ni agua, no teníamos vino y el agua nos habría quitado el sabor del sacrificio.

            Últimamente no me hablaban del seminario, hasta tal punto que yo creía que era un asunto ya olvidado. Quince años, sin vocación, pedían antes el seminario del mundo que el de São José. Mi madre se quedaba muchas veces mirándome como alma en pena, o me agarraba la mano sin ningún pretexto y me la apretaba mucho.



[1] Cita de un trecho del ritual católico de la misa, que en aquellos años era oficiada en latín: “Señor, yo no soy digno” (F.L.).

 





Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución – No Comercial – Sin Obra Derivada 4.0 Internacional.