El título original de esta nota, publicada el 24 de diciembre de 2014 en el “New Yorker”, fue “Una historia de navidad judeo-norteamericana de los años cincuenta” y su autor, David Sipress. La nota venía precedida de una caricatura de un padre y un niño, el primero con un hacha en la mano, están en un bosque, en un paisaje nevado, y en primer plano un pino con nueve puntas en forma de janukia. La coincidencia de fechas de conmemoración le permite al autor narrar cómo vivió en su infancia el hecho de que su familia celebrase, las dos fiestas, Navidad y Janucá. En los países anglosajones el género “cuento de navidad” se viene cultivando a partir de “A Christmas Carol” de Charles Dickens. La lista de escritores que han desarrollado este tema es significativa. El siguiente relato, cuya traducción adjunto, lo incluiré en mi antología personal sobre el tema.
Una historia de navidad judeo-norteamericana de los años cincuenta
Celebrábamos las dos festividades en cuartos separados ─Navidad en el living y Janucá en la cocina─ para no mezclarlas, supongo, o para evitar la contaminación. En la cocina, sobre una bandeja para hornear y evitar que las velas goteen, estaba la janukia de lata pintada de oro que recibí en la escuela dominical. Me encantaba encender las velas “judías”, color naranja y recitar la bendición, principalmente porque era la única vez que permitían acercarme al fuego.
En el living, se apilaban los regalos debajo del piano hasta la mañana de Navidad, un árbol de navidad habría sido, incluso para los asimilados dedicados como mis padres, ir demasiado lejos. En las vísperas de navidad, en el momento de los regalos mi madre tocaba villancicos y yo, sentado junto a ella, cantaba, a menudo perplejo por las letras extrañas e incomprensibles.
Las dos semanas previas a Navidad eran las más atareadas para mi padre. Abría la joyería en la Calle 66 y Avenida Lexington a las ocho de la mañana y se quedaba hasta que el último cliente terminara de comprar, alrededor de las nueve o diez de la noche. Esto hacía que los regalos navideños de mi padre para mi madre fueran un pequeño desafío. Ella habría sido feliz de comprar sus propios regalos y ahorrarle el problema ─ahorrarle el problema era su deber como esposa─ pero, para su prestigio, él no permitiría cruzar esa línea. Así, todos los años, durante más o menos una hora, mi madre le cuidaba las espaldas en el negocio mientras mi padre se apresuraba a buscar los regalos.
Cuando tenía seis años y estaba a punto de cumplir siete, la acompañé cuando llegó al negocio para hacerse cargo. Habíamos estado en Bloomingdale’s para ver a Santa Claus ─sólo para “verlo”, porque no se me permitía sentarme en su regazo. La razón era alguna versión de “no sabemos dónde se ha metido”─. Decidieron que lo podía acompañar a mi padre cuando él hacía sus compras, y los detalles de lo que dije en esa excursión, rápidamente se convirtieron en una de las historias “monas” y, para mí, embarazosas historias que mi padre contó y recontó a sus amigos y parientes en los próximos años. Todavía lo contaba el año de su muerte, a la edad de noventa y tres.
Era una tarde fría. Nos encaminábamos a la tienda de una modista japonesa de poco más de un metro sesenta, se especializaba en ropa para gente pequeña como mi madre. Mi padre llevaba un elegante sobretodo de pelo de camello y una bufanda de cachemira. Yo, una réplica en miniatura del mismo abrigo, manoplas de lana unidas a las mangas con clips de metal, y un gorro de lana con visera y orejeras ─insistencia de mi madre─. Mi padre estaba, como de costumbre, sin sombrero, sus orejas, muy grandes rojas y brillantes luego de unos pocos segundos al frío, el grueso bigote gris, helado y rígido.
Esa excursión fue especial. Porque raras veces estaba a solas con mi padre ─trabajaba seis días por semana, y los domingos estaba exhausto y preocupado─. Mientras caminábamos hacia el este por la calle Sesenta y uno y doblamos por la Primera Avenida, él hizo lo único que disolvió, de manera confiable, cualquier pregunta que le pudiera haber hecho acerca de dónde estábamos ─tomó mi mano y la sostuvo mientras caminábamos.
La modista nos saludó cálidamente en su pequeña tienda. Luego de un breve intercambio de cumplidos y bromas, y un poco de mutua conmiseración acerca de administrar un pequeño negocio durante las vacaciones, mi padre dijo: “Ando buscando algo bueno para Estelle.”
“Oh, sí”, dijo la modista, haciendo show y simulando pensar un poco sobre el tema antes de sumergirse en un estante repleto y sacar el vestido que mi madre había elegido semanas antes. Mi padre dijo que era perfecto. La modista lo envolvió con primor y luego lo colocó en una bolsa de papel marrón para que mi madre “no supiera qué era”.
Ya estaba oscuro cuando salimos. “Misión cumplida”, dijo mi padre, para sí mismo. “Y ya le tengo ese collar de jade que le he guardado todo el año en la tienda”.
“Vamos a dar un paseo”, sugirió a continuación, y doblamos en la próxima esquina. En el medio de la manzana había una pequeña iglesia de ladrillo rojo. Detrás de una valla baja de hierro forjado había un pesebre iluminado con luces llamativas. Se escuchaba música ─“Acudid, fieles alegres” o algo parecido─. Nos detuvimos. El pesebre me recordó a los dioramas del Museo de Historia Natural, que tanto me gustaban, con hombres de las cavernas y animales salvajes. Mi recuerdo de la escena de natividad es vívido porque fue la primera vez que la vi. Incluía estatuas de tamaño natural de los tres humanos y, lo más emocionante para mí: una vaca, una oveja y una cabra, y paja y heno reales.
“¿Por qué están en un granero?” Le pregunté a mi padre. Me quité las orejeras para escuchar su respuesta.
“Es lo único que podían pagar”, dijo. “¿Cómo puedo saberlo? Vamos, hace frío y se está haciendo tarde”.
“¿No hiede un poco?” Hacía poco que visitamos a los primos de mi madre en Connecticut, y me llevaron a una granja donde pude acariciar animales. Lo que más me impresionó fue el olor. “¿Los animales van al baño allí mismo?”.
“Sí. No. Probablemente salgan afuera. Esperemos que, por lo menos, sea así.”
“Ese es Jesús”, le dije señalando al bebé. Era regordete y rosado y me recordó la frase “tierno y suave” en “Noche de paz”, una de las canciones que mi madre y yo cantábamos juntos en el piano. Las palabras hacían que el bebé sonara como algo bueno para comer.
“¿Cómo se llamaban los padres?”, pregunté.
“María y José. Y esos tipos en el fondo, montados en los camellos…─señaló un telón apoyado contra la pared de la iglesia─. Esos son reyes… supuestamente”.