El conventillo 3

El conventillo 3

 

Por si algún lector se entusiasmó con el fragmento del primer capítulo publicado en El conventillo 2, les adjunto la continuación.

 

 

            Justamente por aquella época, se vendió también una casa de altos, que quedaba a la derecha de la venta, separada de éstas por apenas veinte brazas; y de suerte que todo el flanco izquierdo del predio, unos veintitantos metros, abría sobre el terreno del ventero sus nueve ventanas de antepecho. La compró un tal Miranda, comerciante portugués, establecido en la Rua do Hospicio, con un negocio de venta telas al por mayor. Después de una limpieza general del caserón, se mudaría allí con la familia, pues su mujer, Dona Estela, señora pretenciosa y con humos de nobleza, ya no soportaba vivir en el centro de la ciudad, como tampoco su hija, Zulmirinha, que crecía muy pálida y precisaba de espacio para fortalecerse y desarrollarse.

            Esto fue lo que le dijo Miranda a sus colegas, sin embargo, la verdadera causa de la mudanza estaba en la necesidad que él sentía de alejar a Dona Estela del alcance de sus empleados. Dona[1] Estela era una mujercita que se las traía; hacía trece años que se había casado y durante ese tiempo le había dado al marido toda clase de disgustos. Antes de terminar el segundo año de matrimonio, Miranda la sorprendió en flagrante delito de adulterio, se puso furioso y su primer impulso fue mandarla al diablo junto con su amante; pero su negocio tenía como garantía la dote que ella había aportado, unos ochenta contos en propiedades y acciones de la deuda pública, que el desgraciado usaba tanto como se lo permitía el régimen dotal. Además, una rotura brusca sería motivo de escándalo y, de acuerdo a su opinión, cualquier escándalo doméstico sentaba muy mal a un comerciante de cierta categoría. Por encima de todo, apreciaba su posición social y temblaba ante la sola idea de encontrarse nuevamente pobre, sin recursos y sin coraje para rehacer su vida, después de haberse habituado a tantas regalías y a su renombre de portugués rico, que ya no tiene patria en Europa.

            Acobardado frente a estos razonamientos, se contentó con una simple separación de lechos, y los dos pasaron a vivir en cuartos separados. No comían juntos y apenas si cambiaban entre sí alguna que otra palabra obligada, cuando cualquier circunstancia inesperada los reunía a disgusto.

            Se odiaban. Cada uno sentía por el otro un profundo desprecio, que poco a poco se fue transformando en la más completa repugnancia. El nacimiento de Zulmira vino a agravar más la situación; la pobre criatura, en vez de servir de unión a los dos infelices, fue un nuevo obstáculo que se estableció entre ellos. Estela la amaba menos de lo que le pedía el instinto materno y por suponerla hija del marido, y él la detestaba porque tenía la convicción de que no era su padre.

            Sin embargo, una bella noche, Miranda, que era hombre de sangre ardiente y rondaba por los treinta y cinco años, se sintió en un insuperable estado de lubricidad. Ya era tarde y no había en la casa ninguna criada que le pudiese servir. Se acordó de su mujer, pero luego rechazó esta idea con arrogancia escrupulosa. Continuaba odiándola. Sin embargo, ese mismo hecho de la obligación, en la que él se había colocado, de no servirse de ella, la responsabilidad de despreciarla le exacerbaba más el deseo de la carne, haciendo de la esposa infiel un fruto prohibido. Finalmente, cosa singular, puesto que en nada disminuía su repugnancia por la perjura, fue hasta el cuarto de ella.

            La mujer dormía a pierna suelta. Miranda entró en puntas de pie y se aproximó hasta la cama. “¡Debería volverme!... ”, pensó. “Esto no está bien…” Pero su sangre latía reclamándola. Todavía dudó un instante, mientras, inmóvil, la contemplaba a su antojo.

            Estela, como si la mirada de su marido le palpase el cuerpo, giró sobre su cadera izquierda empujando la sábana hacia adelante con los muslos y descubriendo una porción de desnudez blanca y blanda. Miranda no pudo resistirse, se arrojó sobre ella que, con un ligero sobresalto, más de sorpresa que de rebelión, se desvió, volviendo luego a encararse con el marido. Y se dejó aferrar con violencia por los riñones, con los ojos cerrados, fingiendo que continuaba dormida, sin la menor conciencia de lo que estaba pasando.

            ¡Ah! Ella estaba segura de que su esposo, ya que no había tenido el coraje de echarla de la casa, debería, más tarde o más temprano, buscarla de nuevo. Le conocía el temperamento: fuerte para desear y débil para resistir el deseo.

            Consumado el delito, el honrado comerciante se sintió paralizado por la vergüenza y el arrepentimiento, no tuvo ánimo para pronunciar una palabra, y se retiró, triste y marchito para su cuarto de divorciado.

            ¡Oh! ¡Cómo le dolía ahora lo que acababa de hacer en la ceguera de su sensualidad!

            —¡Qué locura!...  ─decía agitado─. Que tremenda locura.

            Al día siguiente los dos se vieron y se evitaron en silencio, como si nada extraordinario hubiese pasado entre ellos en la víspera. Hasta se diría que, de después de aquel suceso, Miranda sentía crecer el odio hacia su esposa. Y la noche de ese mismo día, cuando se encontró solo en su inmensa cama, juró mil veces con resolución, nunca más, nunca más, cometer semejante locura.

            Pero un mes después, el pobre hombre, acometido de un nuevo acceso de lujuria, volvió al cuarto de su mujer.

            Estela lo recibió esta vez como la primera, fingiendo que no despertaba; no obstante, en el momento en que la poseía febrilmente, la desenfrenada le soltó en el rostro una carcajada apenas reprimida. El pobre diablo se desconcertó, se irguió brusco, como un sonámbulo atolondrado por el violento despertar.

 

 

(Continuará)

 



[1] Doña en un vocativo casi honorífico como milady en inglés o madame en francés.

 





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