En un volumen de las Obras selectas, busqué una referencia de Miguel Strogoff, la primera novela de Julio Verne que leí cuando tenía siete años, libro de la entrañable editorial Tor, tapa blanda ilustrado a color: un cosaco montado en un caballo blanco que está parado en las patas traseras (levade). Era una tarde de invierno y acababa de llegar del colegio, había pasado toda la jornada esperando volver a casa para abrirlo y empezar, sentado al lado del brasero, tarde de café con leche y tostadas con manteca, y jalea de naranja, y aventuras. Detrás de ese momento afloró una situación inesperada, el día anterior la maestra había interceptado una carta mía ─mejor: declaración amorosa─ a la más bella del curso; no tuve la suerte de Miguel Strogoff: el correo no llegó a destino. De todas maneras el mensaje, aún alcanzando las manos ciertas, estaba destinado al fracaso; Griselda ─ahora le veo reminiscencias Wagnerianas al nombre─ estaba perdida por su galán, un compañero de otro curso del cual recuerdo el apellido y la cara ratonil enfatizada en enormes incisivos superiores. Él era fanático de las historietas y, suprema elegancia, llevaba el cuello del guardapolvo levantado, como lo solía llevar Steve Canyon en su campera de piloto.
Muchas reminiscencias yacen bajo otras, olvidadas, hasta que, resultado de una búsqueda, cobran vida inesperadamente, de la misma manera que un técnico, al estudiar con rayos X una pintura antes de empezar limpieza y restauración, descubre lo que el artista modificó: algún mueble desplazado de lugar, una pierna que cambió de posición, un florero o un cuadro que fue eliminado. Así, algún momento de nuestra vida, cuya existencia ignorábamos, aparece como la sombra de otra evocación, y crece hasta ocupar un lugar en el presente. Escudriñar recuerdos en busca de alguna referencia pasada es como arrojar piedras en un estanque calmo; la primera provoca una serie de círculos concéntricos que se expanden de manera simétrica, otra piedra provoca un efecto semejante, pero en algún momento estas nuevas ondas chocan con las anteriores, y los efectos armónicos de las dos se dislocan en frecuencias imprevistas. De la misma manera que esas ondas que coliden, nuestras historias se modifican al traerlas al presente; a causa de algo que deseamos ver y que mañana nos será indiferente, no percibimos otras realidades, que en este momento no nos dicen nada, pero que habremos de necesitar en el futuro.
Tomé nota de mi búsqueda de las aventuras del correo secreto del Zar, regresé el volumen a su lugar y concluí que mi novela favorita de Julio Verne, la segunda suya que leí, era ─y es─ La vuelta al mundo en ochenta días; imposible despegar las facciones de Phileas Fogg del rostro de David Niven en la versión fílmica ─la de 1956 no la olvidable remake de 2004─; pero Steve McQueen, the King of Cool, no habría desentonado para nada en ese papel ─lo imagino con la seguridad y nonchalance del aristócrata bostoniano en El affaire de Thomas Crown─. Acomodado el libro, recupero, próximo a él, El Simplón le guiña el ojo al Frejus, en la primera hoja la firma de una compañera de facultad; proteica personalidad de remembranzas y libros; Vittorini cercano a Verne, permanece olvidado hasta que aflora como fotos entre las hojas u olvidadas anotaciones en los márgenes. Sabía que una de las versiones de Juan Moreira ─en otro estante─ era de esa compañera; no tengo remordimientos, ella debe tener mi primera Eneida y los fascículos de Seurat, Degas y Rousseau de la colección Maestros de la pintura, de editorial Anesa, fascículos que años después encontré en el puesto de revistas usadas en el pasaje del Obelisco, bajo la avenida Nueve de Julio.
Dejé El Simplón le guiña el ojo al Frejus y su historia en su lugar y levanté un par de títulos que me interesa releer de manera sesgada, los acomodé en una pila a la espera que les llegue el turno; otros han pasado por ese peaje en estas 120 jornadas, ya que no de Sodoma, de cuarentena. Los primeros fueron relacionados con epidemias: El Decamerón, La peste de Camus, Los novios, Diario del año de la peste. Ahora mi deriva me lleva a viajes literarios y de los otros, tampoco debo abandonar el estante de libros nuevos no leídos que, con certeza, me remitirán a los leídos.
Pienso en Penélope destejiendo de noche lo que urdió durante el día; de la misma manera, cada jornada de lecturas y escritura me hace avanzar y volver sobre mis pasos; la primera me lleva a la segunda y a transitar por estas líneas. Como la proa de la nave de Odiseo, cada página, escrita o leída es un movimiento que me acerca y me aleja; el de multiforme ingenio, en castigo a que sus marineros, abrieran el odre de los vientos, donde Eolo los había encerrado para facilitar el regreso a Ítaca; liberaron a Boreas, Noto, Euro y Céfiro que, enredados entre velas y jarcias, retrasaron diez años la vuelta a casa. Pero, de no haberlo abierto los nautas, no habrían existido el viaje y la aventura.
Así navegar por los recuerdos es hacerlo en un mar con niebla y, en la búsqueda de un dato exacto, un muelle donde atracar seguro en el pasado, la única manera de hacerlo sin chocar con otras evocaciones ─que por sus cargas y contenidos bien pueden ser embarcaciones─ requiere activar la sirena de niebla, a la escucha de otras que alerten para no colisionar como las ondas en un estanque cuando arrojamos piedras. Alguna vez, en mis años de ingeniería estudié y supe las razones por la cual las sirenas para niebla de los barcos usan frecuencias bajas, por eso tienen un sonido grave, pero grave tiene otras connotaciones y una de ellas es su presencia en nuestras evocaciones, remozadas en el presente.
Porque el tiempo nos roba todo; pero también nos deja.