Según el diccionario de la Real Academia, bestiario es: “En la literatura medieval, colección de relatos, descripciones e imágenes de animales reales o fantásticos”, aunque el origen es más antiguo. Los bestiarios proliferaron en la mitología griega y, antes, en Babilonia, de esta última sobreviven los bellos mosaicos de la puerta de Ishtar que se pueden ver en el Pergamonmuseum de Berlín. Los ecos de la puerta de Isthtar reverberan en la Biblia en dos pasajes: el Libro de Daniel y El Apocalipsis; en El Corán, la Sura 17 narra el viaje nocturno de Mahoma, de la Meca a Jerusalén; muchos Hadices ─relatos o interpretaciones, dentro de un marco doctrinal, de la vida del profeta Mahoma, sus actos y reflexiones, compiladas por sus compañeros─ dicen que la cabalgadura del profeta fue Buraq, cuadrúpedo alado ─suerte de Pegaso oriental─ “mayor que un burro, menor que una mula”, y también que el Buraq, podría tener rostro de una bella mujer.
El folklore americano no escapa a la tradición de seres imaginarios, empezando por el popular Lobizón, herencia europea afianzada en todo el continente americano, con variantes que van del séptimo hijo varón que se metamorfosea en noches de luna llena a la de Vudú creole, de los pantanos de Louisiana, ahora llamado Rougaroo, hombre con cabeza de lobo pero full-time. En una rápida lista trunca de seres imaginarios se pueden citar uno de factura del sur de Brasil: el Saci Pererê, y dos de factura nacional: la Mulánima norteña y la andina Chancha con Cadenas. En esta infinita biblioteca de zoología fantástica, mis dos bestiarios favoritos siguen siendo Metamorfosis de Ovidio y El libro de los seres imaginarios, antología de Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero.
Más allá de la imaginación, un viaje a través de una lupa y paciencia por el universo de los insectos revela un bestiario que desborda la imaginación de cualquier mitología o folklore. Varios escritores han sucumbido al socorrido ejemplo de dos literarias especies de trabajadores ejemplares, a lecturas infantiles acudo: hormigas y abejas; de las primeras se encarga Lafontaine con la Fábula de la hormiga y la cigarra, y de las dos el poeta, dramaturgo y ensayista Mauricio Maeterlink con La vida de las abejas y La vida de las Hormigas. Quizás por falta de curiosidad, o ignorancia, tal vez, por pensar que para manifestaciones de crueldad los seres humanos se bastan y sobran, los escritores y artistas no han explorado facetas de truculencia de los insectos; que harían huir apavorados al antropófago Polifemo, la Gorgona de cabellos de serpientes que petrificaba con su mirada a los incautos y a la asesina Esfinge que sucumbió a la sagacidad de Edipo ─glosando al mexica Chapulín Colorado, Edipo puede haber dicho luego de derrotar a la Esfinge “no contaba con mi astucia”─. Además de trabajar, cosechando hojas, pétalos, trozos de frutas o carroña, algunas variedades de hormigas desarrollan características netamente humanas: hacen guerras de exterminio o invaden otros hormigueros para someter a esclavitud a sus congéneres, crueldad y sadismo empequeñecidos frente a otras maneras de procrear y dejar descendencia; que también hacen al aprendizaje y la creatividad de los humanos.
Creo que el primer documental que muestra vida de insectos fue El desierto viviente de Walt Disney, una de las escenas antológicas de la película es el enfrentamiento entre una tarántula y una avispa, la segunda logra paralizarla con su aguijón y se la lleva a su nido, sobre la araña inmóvil, pero viva, la avispa deposita sus huevos, cuyas larvas se alimentarán de la araña. Uno de los orgullos de la terraza de nuestro departamento fue una Santa Rita, las cascadas de flores púrpuras duraron dos veranos, perversas hordas de orugas pusieron fin a mis veleidades de jardinero; un atardecer, con un inútil pulverizador de insecticida en la mano fui testigo de cómo una criolla avispa, cuyo nombre ignoro, clavaba su aguijón en una oruga que se debatía entre sus patas para, luego de paralizada, remontar vuelo con ella y perderse detrás de un tanque de agua; El desierto viviente en un décimo piso del porteño barrio de Palermo.
Esta forma de asegurar el mantenimiento y desarrollo de la prole con comida fresca, pero viva, se llama parasitoidismo y es exclusiva de los insectos, quienes acuden a otros insectos o arácnidos, y no involucra necesariamente variedades carnívoras o predadoras. Una flânerie por la web revela que un diez por ciento de los insectos tienen esta característica alimenticia, y se calcula que hay cerca de ochocientas mil especies de insectos conocidas; un bestiario del terror que supera a la imaginación más osada. En la ficción hay un parasitoide famoso que llegó a la pantalla grande, actuación válida solamente en la primera versión y no en la infame serie que le sucedió: Alien, el octavo pasajero (1979) de Ridley Scott; la escena de uno de los tripulantes que cae sobre la mesa donde está cenando, mientras su pecho estalla para dejar salir un pequeño monstruo extraterrestre que ha sido incubado en el interior de su cuerpo, sigue siendo escalofriante medio siglo después de haber sido filmada.
También el arte, el saber y el progreso humano se fundamentan en estrategias parasitoides: el conocimiento científico, la sensibilidad y la destreza artística; la agudeza e ingenio de escritores, poetas y filósofos, se ha nutrido ─y se nutre─ de la obra de sus predecesores, que se mantienen vivos en bibliotecas, filmotecas y museos. A estos reservorios acudimos para abastecernos a la hora de alimentar y asimilar la sapiencia y la sensibilidad humana.
A la hora de elegir un habitante de bestiarios, mi favorito se aloja en El libro de los seres imaginarios: El Mono de la Tinta, tiene un porte de unos veinte centímetros y “está dotado de un instinto curioso; los ojos son como cornalinas, y el pelo es negro azabache, sedoso y flexible, suave como una almohada. Es muy aficionado a la tinta china, y cuando las personas escriben, se sienta con una mano sobre la otra y las piernas cruzadas esperando que hayan concluido y se bebe el sobrante de la tinta. Después vuelve a sentarse en cuclillas, y se queda tranquilo.” Eso sí, según la ilustración de artista oaxaqueño Francisco Toledo.