He visitado Berlín dos veces en el último lustro, y hay un lugar que jamás pensé visitar, la famosa discoteca Berghain; parafraseando a Woody Allen en alguna película, pienso que en esos lugares en cualquier momento puede aparecer un grupo terrorista para tomar rehenes; o darse la remake de una función criolla y reeditar la tragedia de Cromañon. Pero ayer leí en un portal de noticias culturales que la discoteca Berghain, “histórico club de tecno underground” (¿!), ha vuelto a reabrir luego de permanecer clausurada durante meses de pandemia, y ahora tengo una razón para visitarla. Porque la discoteca se ha “reinventado” ─neologismo tan de moda─ como galería cultural y la primera exposición de esta nueva etapa reúne obras de artistas alemanes realizadas durante la cuarentena. La consigna de esa convocatoria aparece en un enorme cartel en la fachada: Morgen ist die Frage (Mañana es la pregunta).
El primer eco de esta consigna me remite a la escena de una película de Bob Fosse, Cabaret, ambientada en los años de la República de Weimar; en algún momento de la película hay una escena tan inocente como siniestra: en un camping, el primer plano de la cara angelical de un adolescente rubio con una camisa caqui que canta una hermosa canción como sólo los alemanes saben hacerlo, de repente la cámara se aleja y se ve al cantor de cuerpo entero: camisa parda de las SA, castrense correaje Sam Browne y brazalete con la esvástica; todos los participantes del pic-nic corean la canción que termina en el estribillo “Der morgige Tag ist mein” (el mañana me pertenece) y, acompañando al intérprete, hacen el saludo nazi.
De la certeza de siniestra utopía del estribillo de Der morgige Tag ist mein, a la realidad distópica, que alude la utopía de un incierto futuro, de la consigna: Morgen ist die Frage. En este momento la utopía sólo parece viable con la tutela de un estado protector y severo, donde lo que no esté prohibido sea obligatorio, y que amenace de manera velada en transformarse en totalitario ─y aunque la amenaza no sea real, en la imaginación de muchos lo es─. La deriva histórica de este proceso es vieja como las epidemias que asolan la humanidad, leo en una nota de Manuel Vicent: “En las pestes medievales los clérigos se servían del pánico de la gente para afianzar su poder al atribuirlas al castigo de Dios. También ahora el poder atribuye el rebrote del virus a nuestro mal comportamiento. Arrepentíos, malditos.”
Pero hoy la diferencia con pandemias anteriores está en que la actual cuenta con la ayuda de las videoconferencias, cada vez con soportes y ajustes más refinados, que permiten a mucha gente realizar el trabajo en casa, salvo las llamadas “actividades esenciales”. Esta nueva perspectiva, permite vislumbrar la distopía de encierros, atenuados con salidas vigiladas por un protector, también la consigna es vieja como el mundo: “Y enseñadles a observar todas las cosas que yo os he mandado. Y estad ciertos que yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mateo 28:20).
Además, la nueva realidad laboral y social, desarrollada a través de video conferencias, ha transformado la vida cotidiana y el espacio privado en una enorme pecera, y esto evoca a otra distopía literaria, Nosotros de Evgeni Samiatin (1924), una sociedad futura bajo la regencia de una suerte de Gran Hermano, donde la gente vive en casas de cristal y no existe lo privado. En la actualidad, las anécdotas de las gaffes cometidas en videoconferencias son un lugar común y no sorprenden a nadie, todo el mundo es un gaffeur en potencia; es más, a la luz de las nuevas normas de convivencia, está bien visto, ser gaffeur. La vulgaridad y la velada procacidad identifican en las redes: gente bien vestida de la cintura para arriba y por debajo en buzos de gimnasia y chancletas; mostrar un dedo gordo del pie que sale de una media agujereada; “locutores” ─las comillas son intencionales porque; aluden al lenguaje inclusivo─ que confiesan en sus programas matutinos que lo primero que hacen cuando se levantan es ir al baño y, sentados en el inodoro, conectarse con el mundo con sus celulares. Coprología arcaica, los inodoros de los baños públicos romanos estaban adosados a la pared y en piezas cuadradas; y en la novela Sin novedad en el frente, leemos que el mayor momento de distensión de Pablo Bauer y sus camaradas era cuando podían descansar y defecar tranquilos en retaguardia, si el día era asoleado, lo hacían en grupo leyendo, fumando y comentando las cartas con novedades de casa; en tiempos pretéritos se decía “ni cagar tranquilo se puede”, ahora es de gaffeur con muchos likes en las redes cagar intranquilo.
Es sabido que la gente en el trabajo consulta su correspondencia electrónica, o navega por internet, o chatea, o juega al Candy Crush; pero ahora, las viviendas de vidrio revelan nuevas desprolijidades cada vez más procaces. La noticia fue internacional y figuró como una de las más leídas durante dos días en el periódico de izquierda The Guardian: “Argentinian politician quits after kissing partner's breasts in online legislative sesión”, el innombrable diputado, cuyo currículo tenía formato de prontuario ─forjó su carrera política como barrabrava y perdió un ojo por una posta de goma en un enfrentamiento con la policía─ dio un paso más escandaloso que atender la sesión parlamentaria sentado en el inodoro, ahora aprovechó una caída en la conexión de internet, le bajó el vestido a su novia para apreciar lo bien que le habían quedado los senos luego de un implante mamario; volvió la conexión y la intimidad se hizo pública; él fue expulsado de su cargo y ella de su empleo como asesora. “Ahora cada vez que los dos vean las tetas van a llorar”, fue el comentario de una gaffeuse locutora radial. Lo cierto es que la historia merece figurar en una antología de literatura fantástica: gracias a un pacto fáustico, alguien, en este caso una mujer, logra una belleza perfecta, pero, en pago por ese trato con el diablo ─la letra chica del contrato, digamos─, cada vez que se vea en el espejo llorará por su hermosura; para acompañar este relato, su pareja, en este caso un pandillero que, magia de listas sábana, es diputado y tiene su vida asegurada, pierde la sinecura ─¿qué otra cosa puede ser el cargo de Diputado de la Nación para un barrabrava reinventado?─ por hacer en horas de trabajo lo que debería hacer en palabras ─mejor en titulares de diarios─ sartreanas: huis clos. Los griegos llamaron a esta moraleja hybris.
Un mundo en casas de vidrio, donde lo privado pasa a ser público. ¿Quién puede tirar la próxima piedra?, el que esté libre de culpa, ¿alguien lo está? Habrá que ser cuidadoso, porque ya observa el Manco de Lepanto desde sus coplas de cabo roto: “Advierte que es desati- / siendo de vidrio el teja- / tomar piedras en la ma- / para tirarle al veci-.
Si ayer fue Der morgige Tag ist mein, hoy es Morgen ist die Frage; dos expectativas ubicadas en las antípodas, y separadas por la sutil diferencia que hay entre lo eterno y lo sempiterno.