Cuesta acomodar la vida, bibliotecas y escritorio, luego de once meses dedicados a escribir una novela. Entre borradores, y manuscritos con lápiz, tintas de distintos colores e impresiones de las primeras versiones, acumulé poco más de un metro de estantes, ahora desocupados, y, de paso, reordené tres anaqueles de diccionarios ─desorganizados mucho antes de empezar a escribir la novela─; este último acomodamiento me llevó a los años en que frecuentaba Nueva York en periódicos viajes anuales; concretamente a una esquina.
La cuadra tiene forma de trapecio, en la base mayor y menor las W 67th St. y la W 66th respectivamente, en el lado de la altura la Columbus Ave. y en la hipotenusa, Broadway. Sobre la esquina de Broadway y la 66 estuvo la mítica librería Barnes and Noble ─no recuerdo sí tenía tres o cinco pisos─, luego otra mítica tienda, esta vez de ropa, Century 21 ─tampoco recuerdo sí tenía tres o cinco pisos─; la esquina supo albergar lugares maravillosos. En Century 21 aprovechamos ofertas como sólo se dan en Nueva York, no como los “ersatz blac freidis” de estos andurriales donde, con el camelo de la liquidación, suben los precios el treinta por ciento.
En Barnes and Noble encontré insólitos diccionarios, algunos de ellos agotados y, hasta hoy, inconseguibles en la Internet; los tengo variopintos, desde The Play Boy Dictionary of Forbidden Words, pasando por el Dictionary of Literary Terms de Cuddon, Dictionary of Trade Name Origins, DictionaryofMilitary AbbreviationsandAcronyms, y el insuperable Greek English Lexicon de Liddell & Scott, todos, como viejos guerreros; llenos de cicatrices por el combativo uso. El acceso a los estantes de esa feérica librería era el mismo que de las grandes bibliotecas universitarias de Estados Unidos, donde uno puede sacar lo que quiera de las estanterías, con la condición de no volverlo a colocar en su lugar, sino en mesas colocadas a ese fin, de reacomodarlos en su exacta posición se encargan empleados especializados. Con una pila de libros y sentado en el piso, tomé apuntes, con plumas fuentes y libretas compradas en la papelería de planta baja, que luego desarrollé en mi novela sobre Jorge Newbery. Demasiado duelo para esas dos esquinas.
Con la escritura pasa algo muy especial, cada avance técnico incluye una falla específica; a riesgo de hacer comparaciones tremendistas, se puede decir que las tabletas de arcilla y la piedra Rosetta, son más perdurables que un papiro, un pergamino o un libro en papel. Continuando con comparaciones extremas, el teclado y la pantalla son insuperables a la hora de corregir lo escrito o modificar un texto, o transcribir algo ya hecho a un nuevo trabajo, también es cierto que con el correr de los dedos a veces lo corregido desaparece y se repite aquello de que las palabras vuelan y lo escrito permanece (verba volant scripta manent), pero ahora es lo escrito en la pantalla lo que se disipa; solo permanece lo escrito, o impreso, en papel, con lápiz o tinta. Con algunos diccionarios en la web pasa algo semejante, son insuperables a la hora de la búsqueda y por los vínculos, pero ¡ay!, a veces pecan por lo poco precisos o incompletos.
El lápiz se puede borrar y eso lo hace insuperable a la hora de subrayar libros o corregir manuscritos. Ya la tinta permite fijarlo, con una ventaja adicional: el tiempo que demora en secarse deja fluir la razón y el pensamiento a la espera de la frase que viene; y este proceso, cuando se avanza en la escritura de una novela, se repite día a día; uno se acuesta pensando en lo que ha escrito y cómo ha de continuar mañana; lo importante es que no se pierda lo hecho. Por eso mantengo ciertas precauciones, en todo lo que hace a soporte digital: tengo copia en papel de los avances diarios de lo escrito, también números de teléfono, porque nunca se sabe; y ese es el punto: nunca se sabe; “por lo que putas pudiere” decíamos cuando era chico; en las clases de latín la versión salió con la (des)prolijidad que hoy tendría el traductor de Google, “por lo que putas contingere”, pero la idea es la misma.
Tratándose de diccionarios hay dos que llevaría en caso de alguna tragedia. El primero que, junto con lápices y lapiceras, ocupa un lugar al lado del teclado es el modesto e infalible Diccionario de sinónimos y antónimos Larousse ─hablando en términos de impresión de antaño (du temps jadis) en tamaño cuarto menor─, hallazgo en la feria de libros usados de Plaza Italia y el otro El diccionario de usos del español (DUE) de María Moliner, bitácora y diario de marear desde hace ocho lustros.
María Moliner (1900-1981), fue bibliotecaria y archivista de carrera, que tuvo la mala suerte de estar en el lado errado durante la Guerra Civil Española, que la sorprendió cuando era directora de la Biblioteca Universitaria de Valencia y, como tal, dirigió actividades profesionales para el gobierno de la República; en 1940 fue degrada y enviada a Madrid, en un oscuro cargo en la Biblioteca de Ingenieros Industriales, es allí donde pensó en escribir un ensayo o manual de su profesión, pero optó por un diccionario, decisión que la amparaba de la censura franquista, y a los cincuenta años, previo análisis del diccionario de la Real Academia Española, puso manos a la obra. Empezó con fichas escritas con lápiz, que luego pasaba en tinta y, más tarde, a máquina, para archivarlas en cajas de zapatos. Todos los días se levantaba a las seis, trabajaba un par de horas, luego iba a la penosa Biblioteca de Ingenieros Industriales, de regreso a su casa corregía lo hecho en la mañana, sin descuidar sus trabajos de “ama de casa”. Las fichas se multiplicaron como en el milagro de panes y peces. Las cajas ocuparon cajones de una cómoda, espacios en armarios y roperos. Un oportuno contrato con Gredos le permitió contar con la ayuda de una asistente y en 1966 aparece el primer tomo, al año siguiente el segundo. El conjunto de la obra suma poco más de tres mil páginas ─hablando en términos de impresión de antaño (du temps jadis) en tamaño cuarto.
En momentos de tedium vitae de la pandemia, hojeo al azar los dos tomos del DUE, es como si pudiera conversar con su autora a la que no conocí, porque no dejo de sorprenderme, por el trato que recibe cada palabra, como un ser vivo, casi un estudio anatómico donde, además, explica el correcto uso del término en distintos contextos, sinónimos y expresiones asociadas.
Hazaña llevada a cabo por una mujer, con un prontuario problemático para la dictadura franquista, que empezó sola, cumplido medio siglo de vida y registrado con simples soportes técnicos: diccionarios, papel, lápiz y pluma fuente.