Acuaterrario

Al nombre lo relacioné de entrada con Shaka Zulú ─de quien leí la vida novelada, en historieta, de la revista El Tony─, lord of war negro, que a finales del XVIII y primeras décadas del XIX, unificó su nación luchando contra tribus y conquistadores ingleses y afrikáners; nunca supimos su apellido cuando los profesores lo convocaban. Por eso al bedel ─aunque, dadas sus múltiples funciones, mejor es hablar de “hombre orquesta”─ lo llamábamos, como el director, preceptores y docentes, “señor Chaca”; para mí “señor Shaka”. Señor Shaka tenía dos oficinas, una en el segundo patio, y otra en el edificio anexo donde era el responsable del laboratorio durante el turno tarde; en el querido y entrañable Liceo Agrícola y Enológico. Desde primer año teníamos doble escolaridad. Por la mañana entregaba el material didáctico a los profesores: escuadras, compases y transportadores en las clases de geometría, Jolly Roger ─de nuevo influencia de las historietas─, como llamábamos al esqueleto completo suspendido por la cabeza y montado sobre una plataforma con rueditas, en anatomía y al que, en horas del recreo, solíamos vestir con un parche negro en el ojo, como corresponde a un pirata de ley; y las dos joyas de la corona, en horas de física, la pesada máquina electrostática de Wimshurst y el más pesado planetario de metal.

Hacia finales de primer año compartí, con algunos compañeros de otras divisiones, jornadas de trabajo en el laboratorio con el señor Shaka, por una propuesta del profesor de zoología para armar un acuaterrario; yo tenía el mejor promedio en esa materia y fui uno de los pocos que se ofrecieron. Siguiendo una práctica de la época, los padres compraban los libros que se usarían durante el año, en las vacaciones previas al comienzo de clases; desde la primaria, tuve la costumbre de leer los manuales de historia, geografía y ciencias no bien los tenía en las manos. Así, cuando ingresé a primer año, ya había leído completa la Zoología de Ángel Gallardo, aunque entendí menos de la mitad del contenido, pero me gustó el tema. Tan entusiasmado quedé que compré un bisturí con la secreta esperanza de usarlo en alguna disección futura –quizá la razón haya sido otra, de niño me fascinan cuchillos y cortaplumas.

Nuestro acuaterrario era una combinación de acuario con una zona de tierra firme y vivero de sabandijas variopintas; tuvo de inquilinos una tortuguita de agua y un cangrejo de agua dulce, un par de lagartijas, plantitas fluviales y hierbas, algunas mojarritas, caracoles de agua y de tierra; en algún momento, el señor Shaka agregó renacuajos que vimos evolucionar, perder la cola a la par que nacían patas traseras, luego delanteras, hasta ser pequeños sapitos que ganaron su estado natural de anfibios. Pasadas las vacaciones, con la volubilidad de los años de adolescencia, el acuaterrario cedió lugar a otros intereses; pero, en los momentos en que la acaparó, resultó una experiencia iniciática, ver convivir distintas especies, interactuar, crecer y evolucionar.

En la segunda semana de primer año, a finales de la clase de física, el señor Shaka pasó por el aula para llevarse la máquina electrostática de Wimshurst, y pregunté por el acuaterrario, “los bichitos crecieron y los devolvimos al lugar donde deben estar, a finales de año armaremos uno nuevo”. Recuerdo la charla porque no terminamos la jornada de clases del turno mañana, cuando aparecieron ratas en el patio y cerraron el colegio por dos días, a la espera de que un equipo especializado con perros ratoneros rastreara los nidos. Con unos compañeros volví caminando por la calle Alberdi, por la vereda del colegio que bordeaba el canal que, salpicado de pequeños remansos e islotes de cañaverales, corría paralelo a la calzada; en avenida Godoy Cruz, tomé el troley para volver a casa y se empezó a escribir esta nota, cuyo título debería ser “Acuaterrario, la máquina electrostática y Griselda”.

En tercer año de la primaria, era la más y linda presumida de la escuela y estábamos enamorados de ella; decía que su papá era “autero” –suerte que no decía autista–, vendedor de autos usados, con que sustentaba sus vuelos de superioridad entre los compañeros, hijos de asalariados. A final de año informó que dejaba el colegio por “uno de más categoría”, dejó corazones rotos.

Feliz y alegre por los dos días de inesperadas vacaciones, subí al troley planeando llegar a casa, recoger el bolso con el equipo de gimnasia e ir al Club de Regatas a remar; me reencontré con Griselda, iba con una amiga, ambas con el ruedo del guardapolvo recogido con alfileres de gancho para hacerlo minifalda; ya adolescente y un par de tetas que prometían seguir el camino de las de su mamá, en términos cinematográficos: ubres más tirando a Anita Ekberg que a senos de Keira Knightley. Cuando la amiga bajó, se acercó y me preguntó si nos conocíamos de alguna parte, “no creo”, y no sé si tartamudeé, “le dije a mi amiga: a este muchacho lo conozco de alguna parte”, “no creo”; la miré fijo y sentí los dedos acalambrarse alrededor del pasamanos; “bueno, me bajo en la próxima, chau, ¿a qué colegio vas?”; “al Liceo Agrícola, ¿y vos?”, “al Liceo de señoritas”; se despidió con la inolvidable sonrisa de hija de “autero”. En el club, el profesor Imperiale me invitó a conformar la tripulación de un ocho largo, por mi estatura indicó que debería ir a proa “de uno o de dos, son puestos especializados porque son los encargados de mantener el equilibrio y evitar bandazos”, volví a casa y, antes de dormir, terminé con una novela que suelo revisitar, Sin novedad en el frente. Como soy razonablemente ambidextro, con el tiempo fui indistintamente uno o dos en los ocho largos.

En estos quince meses de pandemia he construido otro acuaterrario, ahora con narraciones de todo tipo: lecturas, hacer fotos durante las caminatas, tres películas semanales que saco del Video Club y un par de series de televisión que sigo con fervor de fundamentalista, clases de fotos con Ricardo –ahora por Zoom–, escribo y preparo una serie de charlas para subir por YouTube, reviso mis diarios, cuadernos y apuntes de la primaria y secundaria en busca del tiempo perdido, o para inventarlo, con una seguridad y una certeza: que “el lugar donde los bichitos deben estar” del señor Shaka, es de donde fueron enrolados, en los remansos y charcos alrededor del canal que bordeaba la calle Alberdi: como en “La carta robada” de Poe, el acuaterrario lo teníamos delante de nuestros ojos. La certeza es que las ratas las metieron de contrabando y las soltaron en el patio –los de quinto o sexto del Liceo Agrícola.

Ahora los estudiantes son más prácticos, hacen una llamada desde un locutorio y dicen que han colocado una bomba en el colegio. Y pienso que, muchas veces, todo tiempo pasado fue mejor.

 





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