Desde niño fui fan de los westerns; con certeza fue para alguna insoportable clase de lengua y cultura latina ─o griega─, en años de la facultad, que me hice una escapada al cine para ver Sol rojo. Nunca tuve nada contra las lenguas clásicas, sí en contra de los profesores de la facultad, una horda de reaccionarios de manual; por lo tanto, en vez de padecerlos tres veces por semana, en la carrera de letras, opté por cursar lo mínimo y rendir lenguas clásicas, libre. Con el tiempo me arrepentí, tres latines y tres griegos rendidos en esas condiciones me aportaron seis cuatros en mi promedio ─la nota máxima que les colocaba a quienes rendían como libres.
Sea como fuera, Sol rojo, fue una revelación y, en ese momento, una decepción. Revelación porque es un western comme il faut, con bandidos, asaltos a un tren e indios; decepción porque aparecieron guerreros samuráis, uno de ellos, Toshiro Mifune, con los créditos a la hora de caracterizarlos. Aunque, en realidad, no me debió sorprender, ya que por aquellos años estábamos preparados para esa revolución del género, gracias a cineastas italianos que recrearon pueblos del far west en España en más de cien películas del llamado western spaghetti. De ellas, El bueno, el malo y el feo (1966) con la inolvidable banda sonora de Ennio Morricone, marcó mi universo cinéfilo y literario, aunque sin contar el mundo de las historietas; hasta Julio Verne y Emilio Salgari fueron seducidos por el wild west, asaltos a trenes y ataques de indios, embrujo al que no fue inmune James Joyce, quien menciona las historietas de cowboys en un cuento de Dublineses. La historia del género tiene su miga y tradición.
Hasta finalizada la Guerra Civil (1861-1865) ningún colono europeo había intentado llegar más allá de la frontera natural con los nativos de las grandes llanuras: la cordillera de los Apalaches. Mientras que, hacia el sur, cuando los españoles avanzaron por las grandes llanuras de Norteamérica, comprendieron de inmediato que en esas extensiones no había recursos explotables ─oro y plata─ además que sus nativos no eran ─ya que hablo de cowboys─ de arrear con las riendas; eran belicosos, difíciles de conquistar y amantes de las peleas. Vivían entrenándose para la caza y el combate, no se adaptarían a la vida en ciudades o la agricultura y, mucho menos, a la servidumbre. De los escasos contactos que tuvieron los españoles con los indígenas norteamericanos, conocieron los caballos, aprendieron a cabalgarlos y los usaron para saquear tribus enemigas y colonos.
Además, la escasa presencia de la ley facilitó violencias y desmanes, los ganaderos se transformaron en cowboys para luchar contra los indios y cuatreros; tomaron atuendos y prendas de los mexicanos, que a su vez, las heredaron de los españoles: sombreros, espuelas, útiles y herramientas para la ganadería. De hecho, mucha terminología que alude a cowboys y su entorno es de origen español: ranch, lariat (la reata), lasso, chaps (chaparras), bronco, cimarron, stampeede (estampida), barbecue. Ya estaban dados los elementos para el origen del western.
El género western, nació antes que el cine o la narrativa, se originó en crónicas de la prensa; con toques de fábula y sensacionalismo. Y los consumidores de esas noticias fueron los habitantes de la civilizada costa este que leían, del avance del ferrocarril rumbo al Pacifico, asaltos, cuatrerismo, tiroteos, cacerías de búfalos; y la demanda de más relatos llevó a la aparición de circos ambulantes, obras de teatro y novelas. Era, como lo narró en su monumental película D.W. Griffith, El nacimiento de una nación (1915), por lo tanto, demandó una épica propia y fundante; no tuvo su espada Excalibur o Colada o Tizona, tuvo el cuchillo Bowie, no tuvo a Babieca ni a Bucéfalo, tuvo a Trigger (gatillo) el caballo de Roy Rogers. La nueva nación encontró en el western su equivalente de La Eneida para los romanos y, antes, La Ilíada, para los griegos, y luego, poemas épicos medievales o novelas de caballería. Y en su avance cultural el género llegó al cine, se impregnó de otros géneros e influenció en otras culturas.
Porque, visto a la distancia, en el western hay un componente importante: el paisaje, pero está desierto, entonces el creador lo puebla, crea una geografía y coloca los personajes ambientados, puede ser Robin Hood o una tragedia de Shakespeare, la idea es la historia de un individuo solitario que lucha contra los malos o la adversidad. Llenar ese espacio vacío admite préstamos de otras geografías e historias y nuevas readaptaciones. La diligencia, de John Ford (Stagecoach, 1939), le debe a Bola de Sebo de Maupassant el viaje en diligencia y la prostituta despreciada por el resto del pasaje. A la hora señalada (High Noon, 1952) tendrá una versión en el espacio en Atmósfera cero (Outland, 1981), solo que ahora la historia no transcurre en el far west sino en una luna de Júpiter, y el tren que trae a los asesinos es un transbordador espacial. Outland entra en el universo western como space western. Algo semejante ocurre con Jinetes del espacio (Space Cowboys, 2000), cuatro astronautas veteranos y retirados son convocados para volver a colocar en órbita un obsoleto satélite que, descontrolado, amenaza con caer sobre la tierra.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, con la ocupación norteamericana de Japón, la influencia del western se hizo sentir en los cineastas de ese país, y Los siete samurais (1954) de Akira Kurosawa, cruzará el Pacífico para su remake en el far west con Los siete magníficos (1960). En todos los casos, cowboys y samuráis son héroes solitarios, lobos extraviados o expulsados de la manada, y no es forzado pensar que muchos de los atributos del western: guerreros que luchan para que el bien triunfe sobre el mal, o como rebelión contra la injustica, son comunes a todas las culturas. El argumento nace con la literatura y se remontar a la historia, o leyenda, de Leónidas y sus 300 espartanos contra el ejército de Jerjes, el Cid Campeador, nuestro Juan Moreira y Mate Cosido, o Robin Hood. Unos pocos espadachines ─o pistoleros─ valerosos y decididos evitan que bandidos opriman a aldeanos pacíficos y desarmados.
Sólo cambian geografías y contextos, el viejo género goza de buena salud, para siempre remozado con la frase de Clint Eastwood a Eli Wallach casi al final de El bueno, el malo y el feo. Clint Eastwood le apunta a Eli Wallach con su pistola, le tiende una pala y le dice: “You see, in this world, there are two kinds of people, my friend: those with loaded guns and those who dig. You dig”.
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