Plaza Italia, Barajas, Atocha

Mejor título sería “Plaza Italia, estrambótica; Atocha, traumática”; es largo.

El 21 por la tarde, Plaza Italia, remonto Thames camino a la sastrería de Elisabeth para retirar un pantalón; me llama la atención el clac clac de una señora que camina pasos más adelante. El doble repiqueteo era porque una de las chinelas de color rosado tenía parte de la suela despegada. Levanto la vista, pelo con los colores de la wiphala largo hasta la cintura, camiseta violeta fluo, pollera verde. En el semáforo de Thames y Paraguay, estudio su perfil, rostro tan maquillado como arrugado, uñas largas y multicolores con cadenitas pegadas a la altura de las medialunas ungulares se balancean como pequeños tentáculos. Me recuerda a Madam Mim, la bruja loca que disputa con el mago Merlín en La espada en la piedra de Walt Disney, se da cuenta que la observo con disimulo de voyeur, con la luz verde arranco y la dejo atrás. Mi última imagen de Plaza Italia estrambótica.

Durante el vuelo a Madrid, dormí mal y salteado; extraño, en esos casos lo hago como un oso hibernando. En Barajas tomamos el tren a Atocha, en el andén de la estación, a un piso más arriba y a once cuadras del hotel, la valija que llevaba delante mío se desplaza retrocedo un escalón para recuperar el equilibrio, pierdo el pie y me desplomo.

Terrible golpe del lado izquierdo de la coronilla, una luz blanca enceguecedora, Beatriz pide socorro sin poder bajar, me toco la cabeza la mano roja, un dolor muy fuerte en el riñón de babor y la valija que me aplasta. Alguien detiene la escalera y me deslizo hasta el primer peldaño. Atino a sacar un pañuelo y presionar la coronilla me asusta la cantidad de sangre. Pido que no me muevan hasta que venga un paramédico. Llegan dos, les pido que verifiquen si no me he roto la columna. José y Teresa, dicen que estoy entero, silla de ruedas. Me toman la presión casi 180, tengo tendencia a la baja. Poca ayuda para un hipocondríaco.

Ambulancia, camilla, José, Teresa, Beatriz, valijas. Hospital Gregorio Marañón, les digo a Beatriz y a mis enfermeros que es un buen augurio, médico y humanista. José me vuelve a ver la coronilla, “tienes para cuatro o cinco puntos”.

Guardia del hospital, control general de averías, camilla en la sala de guardia, biombo, pijama celeste, solo puedo quedarme con las medias. Una enfermera, presión de nuevo, alta pero bajando, pinchazo para extraer muestra de sangre y me dejan la aguja puesta “por las dudas que necesites suero o medicación intravenosa”. Otra médica, control de coordinación de movimientos oculares siguiendo su dedo sin mover la cabeza, tocarme la punta de la nariz con el índice y los ojos cerrados, abrir y cerrar muñecas, tobillos juntos mientras ella trata de impedirlo “vas muy bien, es que te has dado un feo golpe, ¿sabes?”. Revisa el machucón del riñón de babor, lo palpa, “no tienes nada pero prepárate, este va a doler muchos días” ─me preparo; ya tuve otro, una caída haciendo patines in line─; por último, advierte: no puedo beber, “si tienes sed, te damos suero intravenoso, y ni pensar en dormir, ya vendrán a ponerte las grapas, luego deberás esperar que te hagan una tomografía, pero eso llevará un tiempo”. Se despide.

Una muchacha y un muchacho, los supongo estudiantes de medicina; seis grapas. Le pido a Beatriz que me saque una foto, nunca he visto una de mi coronilla, menos con grapas. No se ve muy lindo ¿se vería así la coronilla de Frankestein? El sueño atrasado del vuelo acecha, trato de recordar relatos autobiográficos de accidentes que haya leído: la herida en la garganta de George Orwell durante la Guerra Civil Española en Homenaje Cataluña y una hecha para mi circunstancia, el golpe cortante en la frente y la septicemia de Borges que resultó en “El sur”, pas mal, Dhalman era bibliotecario; trato de fijar todos estos incidentes y escribirlos.

Mucho tiempo después, llega Silvina, otra enfermera prepara mi cama, “vamos a la tomografía” ─aunque acá le llaman “escáner”─. Salgo del túnel tomógrafo: “ahora debes esperar el informe”, de vuelta en la camilla a mi atracadero en la sala de guardia.

Una eternidad eterna después, llega María, otra médica, “la tomografía dio muy bien, puede irse, dentro de 10 días pase por una asistencia pública para que le quiten las grapas”.

Siete horas después de la escalera mecánica por fin en el apartamento, parece tarde para conseguir algo para la cena, por suerte encontramos un pequeño negocio de doner kebabs y durums, de unos muchachos de Bangla Desh que aprendieron a cocinar comida turca. Pena que no tienen raki.

Por la mañana siguiente, me levanto, un acceso de tos y siento como si me hubieran espoloneado por el costado de babor hacia popa. Cada vez que me toca toser, karma de los alérgicos, me debo aferrar de algo. Luego del desayuno Beatriz me comenta que, a raíz de mi caída y su imposibilidad de acercarse, soñó con la escena de las escalinatas de Odessa en El acorazado Potemkin. Recordamos la escena de la aspiradora en la película Brasil y, más acorde con la escalera mecánica de Atocha, a Kevin Kostner en Los intocables intentando en vano, en medio del tiroteo, detener el cochecito de bebé en las escalinatas de la estación de tren de Chicago, pero Andy García lo consigue a último momento. La vida imita al séptimo arte.

Termino estas líneas y recuerdo una superstición que Beatriz me vive reprochando, mi temor por los años bisiestos: en el ’76, con el golpe de Videla nos echaron de la universidad, en el 2020 nos sorprendió el brote de Covid en Sevilla y luego de una pequeña odisea tomamos un avión en Madrid vía Barcelona antes de volver.

Por último ¿la mujer que me crucé camino a la sastrería de Elisabeth, no habrá sido Madam Mim rediviva y mi caída en la escalera de Atocha su anatema me alcanzó a diez mil kilómetros de distancia?

Me toco las grapas en  la coronilla, siento como si pasara los dedos por un cierre de cremallera y no me quedan dudas; es Madam Mim rediviva.

 

 





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