Hace ocho años leí un par de artículos en la página web de Scientific American, que me hicieron pensar en lecturas y cuadros y, en ambos casos, no pude soslayar la correspondencia de estas notas con la actividad del pintores y escritores. Los resumí en un documento Word a la espera de que maduraran; acudo a ellos.
El primero de los artículos, en tono de ciencia ficción que bien podría haber sido escrito por Julio Verne, era cuasi bíblico, para científicos más longevos que Matusalén.
La nota describe como “terraformar Marte”, proyecto que exigirá tornar más densa la atmósfera y aproximarla a la terrestre y, también, elevar su temperatura; bastarían apenas algunas explosiones termonucleares en los polos, lo cual aumentaría la cantidad de anhídrido carbónico en el planeta para lograr un “efecto invernadero”. Luego de esperar unas décadas, el cambio licuaría gran parte del agua congelada bajo la superficie para hacerla aflorar. Con este primer paso estaríamos en el segundo día del Génesis 1:6-9: “Hizo Dios el firmamento, y apartó las aguas que estaban debajo del firmamento, de las aguas que estaban sobre el firmamento”.
No ya un día bíblico, sino décadas después, cambiada la atmósfera marciana, se procedería a la primera “siembra selectiva de microbios” terrícolas. Nuestro planeta está repleto de ellos y con gran diversidad genética, impregnan rocas e interactúan con la química de los suelos; habría que investigar qué ecosistema de la tierra se aproxima a la realidad de Marte y “sembrar” el cuarto planeta con microbios para que se reprodujeran y así hacer la big remake del tercer día bíblico Gen 1,9): “Dijo asimismo Dios: ‘Produzca la tierra hierba verde y que dé simiente y árboles frutales’ ”. El resto, venía cantado para Scientific American.
Escritores, plásticos, fotógrafos, músicos y cineastas hacemos otro tanto en nuestros procesos creativos, “terraformamos” modificando entornos y entremezclando distintas artes. Además, el proyecto de ciencia ficción de Scientific American refería a un concepto de biología que me hizo viajar en el tiempo, a materias de mis años de secundaria, zoología ─hibernación─ y botánica ─latencia ─. En el reino animal algunas especies se alimentan en exceso durante verano y otoño y acumulan reservas ─el fatigado ejemplo son los osos; también, murciélagos, algunas larvas y caracoles─. Cuando llega el invierno, buscan refugio en lugares abrigados y quedan adormecidos, en estado de suspensión de las actividades vitales reduciendo el metabolismo al mínimo. En esos meses consumen reservas acumuladas para “revivir” en primavera. Más interesante y complicado es la latencia del reino vegetal, hay semillas, bulbos o esporas que permanecieron siglos esperando la oportunidad para florecer.
El otro artículo que relacioné con “terraformar Marte”, fue el del “agua virtual”, concepto desarrollado en 1993 por el profesor John Allan de la London University y por el cual recibió el Stockholm Water Prize en 2008. “Agua virtual” es la que no vemos pero se utiliza para fabricar cualquier producto hasta que llega a nuestras manos. Una taza de café contiene 140 litros de “agua virtual” incluido el cultivo, procesado de granos, empaque y transporte. Un jean demanda 11.000 litros; una tonelada de papel entre 200 y 300.000; una hoja de papel A 4, contiene, según cálculos más o menos apocalípticos, poco más de medio litro de “agua virtual”; un kilo de carne vacuna, 16.000. A la luz de estos dos artículos pienso ¿cuántos libros yacen en “estado de hibernación” o de “lecturas virtuales” detrás de un cuento o novela?; ¿cuántos cuadros detrás de un cuadro, cuántas películas detrás de una película?
En un reportaje para New Yorker que le hizo Dorothy Parker a Hemingway en 1929 le preguntó cuáles eran los escritores que lo habían influenciado. De la lista de Hemingway recuerdo a tres: Velázquez, Goya y el Bosco.
Tres años después de la entrevista, en Death in the Afternoon, Hemingway cuenta el viaje a la ciudad de Aranjuez para ver corridas de toros y su llegada: “There are avenues of trees like the background of Velazquez canvasses...” (“Hay avenidas de árboles, como en los fondos de los lienzos de Velázquez...”). A medida que avanza por la villa, Hemingway describe vendedoras callejeras que ofrecen frutillas y espárragos, la oferta de comidas y vino Valdepeñas en las tabernas que bordean la calle hasta la plaza de toros. Allí los recibe una multitud de mendigos, tullidos y mutilados para concluir: “The town is Velázquez to the edge and then straight Goya to the bull ring.” (“La ciudad es Velázquez y luego Goya hasta la plaza de toros”). Por último, la apuesta final de Hemingway en su libro póstumo Islas en el golfo; el protagonista, Tomás Hudson, alter ego del escritor, es un famoso pintor. Durante el almuerzo en una taberna, el propietario sugiere a Tomas Hudson que pinte un gran mural en una vela representando un huracán y trombas asolando la costa, castigando a moradores y pescadores negros. En un pasaje de cuatro carillas el tabernero describe e inventa un tríptico de El Bosco. Tomás Hudson concluye: “Había un hombre que se llamaba Bosch y que pintaba muy bien en esa línea”.
Siempre en el campo de “las artes plásticas virtuales” o “artes plásticas en hibernación”, que reviven en literatura, imposible dejar de lado “Oda a una urna griega”. O fantasear acerca de cuantos cuadros latentes o virtuales hay en la obra de Gogol.
Mantengo, vívida, mi primera experiencia con el Guernica de Picasso, en 1978 ─entonces en el MoMa de New York─; un amor a primera vista ─mucho después le dediqué un cuento─. Al año siguiente volví a enfrentarme con el óleo y ya sabía algo más; es el cuadro que más veces he visto en mi vida. A las dos visitas en New York le sumo su primer destino en Madrid: el Casón del Buen Retiro y siete veces más en el Museo Reina Sofía. La novena en el 2019 en compañía de Beatriz; un satori.
Al momento yo portaba más de 40 años leyendo sobre él, visitando museos, acumulado en mi experiencia visual, cuadros, esculturas, edificios y puentes; había transitado una maestría en historia del arte. De la exposición Barcelona and Modernity en el Met de New York en el 2007 traje el catálogo con un capítulo dedicado a la “Exposición de Arte y Tecnología” de 1937 en París, donde se exhibió por primera vez el Guernica. También, en aquella exposición, vi una maqueta del Pabellón Español donde se indicaba dónde se expuso el óleo. Sabía de las “pinturas virtuales” que estaban “latentes” en él: el Goya de Los fusilamientos del 3 de mayo, el Rubens de Las consecuencias de la Guerra, el Delacroix de La matanza de Chios, el Gericault de La balsa de la Medusa, el Geni de La Matanza de los inocentes, el Caravaggio de La conversión de San Pablo. Bien podía decir le Guernica, c’est moi.
En febrero de 2019, en la visita al Museo Reina Sofía, frente al cuadro, Beatriz propuso que escucháramos lo que decía la guía que acompañaba a un grupo de visitantes. Luego de otorgarnos un par de minutos para que asimiláramos la experiencia visual, dijo: “Ahora, antes que nada, observad los ollares y dientes delanteros del caballo que relincha despavorido debajo de la lámpara que puede ser un sol, al centro del borde superior, vistos aislados, representan una calavera”. Como San Pablo al momento de su conversión, enceguecí y me caí del caballo.
Sólo que San Pablo iba caminando hacia Damasco antes de su ceguera temporaria y conversión. Caravaggio lo hizo cabalgar y caerse; y así, con la espada rota, está el guerrero en el Guernica, debajo del caballo con los ollares en forma de calavera.
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución – No Comercial – Sin Obra Derivada 4.0 Internacional.
|