Elena, sin hache, la encargada de limpieza que viene todos los martes, se las ingenia siempre para sorprendernos, con sus ácidos e irónicos comentarios de la realidad, el encargado, Maxi (y también su antecesor, Rodrigo), de los encargados de otros edificios y de muchos vecinos y vecinas del edificio. Por no hablar de su cuidada xenofobia a varias nacionalidades vecinas y orientales, que, por ser “políticamente correcto”, evito mencionar.
Pero lo que más nos sorprende es su innata capacidad de deducción que la transforma en artífice para encontrar objetos perdidos “señora, el prendedor que busca debe haber quedado enganchado en su impermeable” -le dijo una mañana a Beatriz- porque ayer cuando fue a dar clases estaba por llover y, seguro se puso ese impermeable beige tan bonito que tiene y tanto le gusta”. “Vio que Maxi se compró un auto, de segunda mano, su esposa debe haber cobrado el juicio por despido que ganó”. “Don Danilo, sus gemelos y el prendedor de corbata seguro que los dejó en la cajita de té donde guarda las monedas; usted ni bien entra se saca las monedas del bolsillo y las coloca en la caja de madera, esa de té chino, después el saco, la corbata y los gemelos, seguro que los dejó con las monedas”.
Escucharla en sus deducciones es rehacer las caminatas con Monsieur Dupin, o escuchar los razonamientos del de Baker Street, o acompañarlo a Calíbar. Pero en el caso de Elba es en forma más enfática y real, por lo doméstico y cotidiano de sus deducciones. Intento explicar que es normal que un detective exitoso lo sea por el desarrollo y cuidado de su capacidad deductiva y de análisis, lo mismo pero de otra manera, hace un rastreador. Monsieur Dupin y Sherlock Holmes o Calibar, no serían un buen ejemplo para las habilidades de Elba, ella se acerca más a don Isidro Parodi, en cuanto a su manera de ver “femenina” para elaborar sus deducciones. A riesgo de que me traten de machista, me apoyo en la manera de apreciar la realidad de las mujeres, mucho más sutil y profunda, que observa Edward Hall en La dimensión oculta. En este libro, él analiza, entre otros temas, las distintas maneras de percibir el espacio que nos rodea y como éstas varían en culturas diferentes. A modo de ejemplo nos da uno muy hogareño y contundente -que yo intento recrear con nuestra Calíbar Elena-, consecuencia de su participación en la segunda guerra, Edward Hall desarrolló una habilidad especial para leer mapas, pero siempre se perdía y no encontraba nada cuando su señora le pedía que sacara algo de la heladera.
En lo personal, en lo que hace a mapas y heladeras me identifico plenamente con Edward Hall y también pienso en Guy de Maupassant, que supo interpretar la sensibilidad femenina. En uno de sus cuentos, un libertino le cuenta a otro como sus dos amantes lo dejaron de manera simultánea; ninguna de las dos sabía de la existencia de la otra, pero un día, a raíz de las huellas de pinchazos en el marco del espejo donde clavaban los alfileres de sus sombreros, ambas empezaron a sospechar de alguna cosa. Empezaron a intercambiar marcas con sus alfileres en el marco, se comunicaron, se conocieron, supieron del doble juego de su amante; y lo dejaron.
Vuelvo a las capacidades de Elena, ella con sus deducciones me recuerda a los consejos que daba Horacio Quiroga en su “Manual del perfecto cuentista” cuando habla del uso con mala fe del lugar común como técnica narrativa, así nos dice que “ponerse pálido como la muerte frente al cadáver de la novia”, es un lugar común pero… “Deja de serlo cuando, al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte.” Así, Elena usa sus habilidades deductivas con el efecto de “la mala fe detectivesca”, para deducciones menos espectaculares pero que, sin lugar a dudas, le darían más de un repeluzno a todos los detectives, rastreadores e investigadores literarios. En eso, quizá sin saberlo, Elba es la reencarnación de un personaje entrañable de Mark Twain, la señora Judith Loftus.
Porque Mark Twain, de rastrear y de las artes hogareñas de la deducción sabía. En Vida en el Mississippi, publicado un año antes que Las aventuras de Huckleberry Finn nos cuenta como su maestro como piloto de vapores, el piloto Mister Bixby, le da instrucciones para comprender el lenguaje de las aguas. En esas lecciones, Mister Bixby demuestra, en los ejemplos didácticos que elige, un acabado conocimiento de los efectos engañosos que provoca en la apreciación de la distancia, las luces del atardecer y las del nacimiento de la noche -lo que los fotógrafos llamamos “la hora dorada” y “la hora azul”-. Además, como prueba de los saberes de rastreador de Mark Twain está su artículo “Las ofensas literarias de Fenimore Cooper”, la demoledora crítica -me atrevo a decir que más que crítica es “El arte de injuriar”- que le hizo en 1895 a Fenimore Cooper y sus personajes rastreadores. Sinceramente, de haber sido yo el criticado, a Mark Twain lo habría desafiado a duelo para pedirle una reparación. Las leyes de los Estados Unidos de aquellos años le daban el derecho. Volvamos a Elba y dejemos a Fenimore Cooper tranquilo.
En el capítulo 11 del Las aventuras de Huckleberry Finn, a la hora del anochecer, mientras el fugitivo Jim lo espera escondido, Huck, disfrazado de nena, se presenta en una casa y pide orientación y, de paso, enterarse de algunas noticias. A tal fin, Huck le miente a la dueña, que está sola porque el marido ha hecho un breve viaje del que volverá al día siguiente, y le dice que va rumbo a la casa de un pariente un par de millas río abajo. A raíz de que Huck se embrolla con sus historias y sus nombres, la señora Judith Loftus le pide tres favores: que enhebre una aguja, que le ayude a matar una rata tirándole un trozo de plomo y que la ayude a ovillar una madeja de lana que le tira a la falda. Luego de la tercera prueba, lo desenmascara, le dice que es un muchachito y le exige que le cuente la verdad -pasemos por alto lo que Huck se amaña para contar a medias-. A continuación, la señora Judith Loftus, le explica a Huck como el mismo se delató cuando pasó por esas tres pruebas como un muchachito y no como una muchachita.
Luego de la muerte de mi madre, que era viuda, nos repartimos los muebles con mi hermano. Entre otras cosas, nos quedamos con un aparador biblioteca que estaba en el comedor y la cocina. Ni bien instalamos los muebles Elena -ahora se me hace imposible evitar la etimología de su nombre-los miró cuidadosamente, aprobó nuestra elección con la mirada y concluyó: “su mamá guardaba la vajilla y los cubiertos en el cuerpo del medio del aparador, porque las puertas están más deslustradas, hay que pasarle un renovador de madera a esa parte y también ajustar las bisagras.” Después de ver y revisar la cocina, encendió el horno y cada una de las hornallas y dio su veredicto final: “muy linda cocina, en invierno su mamá se quedaba al lado de ella leyendo o haciendo palabras cruzadas, esas que usted le compraba ¿se acuerda?, o escuchando radio y encendía esta hornalla para calentarse, se nota porque la parrilla de ese lado está más quemada y gastada por el fuego. ¿Ve?
Que hay más cosas entre el cielo y la tierra que las que enseñan las novelas policiales y los libros de rastreadores.
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