Souvenirs

Algo que me llama la atención en los aeropuertos son las vitrinas donde se exhiben los objetos cortantes o punzantes requisados antes de embarcar, proliferan las navajas suizas, cortauñas, tijeras y limas. Esta prohibición de objetos domésticos, aunque potencialmente agresivos, es posterior al nine eleven. Recuerdo que, antes de esa fecha, uno de los mentadas cortaplumas suizas de 20 usos formaba parte de mi equipaje de mano. Y esto de “20 usos” es dudoso, nunca usé la hoja para retirar anzuelos y quitar las escamas a pescados, tampoco el gancho para eviscerar caza de pluma, el sacacorchos se rompe con el primer corcho insumiso que lo encare y la lupa no tiene las suficientes dioptrías como para prender fuego usando los rayos de sol. De cualquier manera, es una buena herramienta de viaje -la tijera, las hojas de corte, el punzón, la sierra y la pinza de cejas son insuperables-; no obstante, en el equipaje despachado tiene su chaperona, una pinza plegable y de múltiples usos de la misma marca -insuperable a la hora de cortar y doblar una percha de alambre para reemplazar la manija de una valija rota poco antes de dejar un hotel.

En otros aeropuertos he visto colecciones de requisados -¿quizás como la cabeza del Chacho Peñaloza clavada en una pica, para escarnio de reincidentes?-: tapados de pieles, boas de plumas, objetos de carey, terracotas sospechadas de precolombinas y, no recuerdo donde, una hiena embalsamada. Salvo mi panoplia de boy scout, nunca intenté pasar souvenirs fuera de lo corriente, sí compras normales de artesanías locales: del Mercado del Rastro de Madrid me traje una cabeza de toro hecha en mimbre y una boya de vidrio de las que se usan en redes de pesca -ambas como voluminoso equipaje de mano-, del Mercado de San Ángel, de la ciudad de México, una amedentradora lagartija o salamandra de larga cola enroscada -cincuenta centímetros de largo y kilo ochocientos de hierro fundido-, ni bien la vi supe que no podría vivir sin ella. Del monte Pincio de Roma, un guijarro redondeado que vive en un bolsillo de la funda de la cámara fotográfica, en un botellín de absenta, agua de la Fontana de Trevi. Del antiguo Mercado Persa de Santiago de Chile, un barco dentro de una botella de Johnny Walker y que hoy es protagonista de mi novela Variaciones Turner. Hace muchos años en el MOMA de Nueva York vimos un poster de una foto de George Tice, una de las gárgolas de acero inoxidable del Chrysler Building, como andábamos muy cargados desistí de mi idea. Me arrepentí durante dos años hasta que volvimos al MOMA y, para mi alivio, Beatriz encontró el poster, oculto en una parva de posters. Hoy, la gárgola, desde su marco, colgada en la pared, le hace ojitos a la lagartija o salamandra de San Angel. De un cantero del Museo de Arte de Tigre me traje el cadáver de un escarabajo torito -Diloboderus abderus-, duerme su sueño eterno en su sarcófago de plástico -una caja de tarjetas de presentación- en un estante de una biblioteca; algún día haré un montaje fotográfico del escarabajo torito del Museo de Arte del Tigre peleando con la lagartija o salamandra del Mercado de San Ángel; photoshop nos da esas licencias poéticas. Luego de una estadía de casi dos meses en New Orleans, la encargada de escanear las valijas en Ezeiza, preguntó que traíamos de plástico en un bolso de equipaje, manojos de los collares que se arrojan para Mardi Gras. En connivencia de Beatriz, trajimos dos retoños de una planta espinosa y suculenta que crecen en uno de los jardines de cactáceas de la UNAM. No deberíamos ser tan imprudentes, la planta adulta tiene unas hojas alargadas y espinosas que alcanzan casi un metro y medio de largo y el conjunto alrededor de tres de diámetro-creemos que es un agave- pero los dos retoños, que -envueltos en papel húmedo en una bolsa de plástico dentro de un par de zapatos- entraron como inmigrantes ilegales por Ezeiza medían unos diez centímetros. Por ahora crecen, mansos en una maceta en el balcón del noveno piso.

Lo que si he contrabandeado y, de esto me jacto como el miles gloriosus de Plauto, han sido libros prohibidos. A principios de los ’80 llevé a Santiago de Chile dos ejemplares de Frei, el Kerensky chileno en los bolsillos de mi impermeable -el tufo faccioso de su contenido no se quedó pegado a la tela-. Por aquellos años, traía del extranjero, en el mismo escondite -cuando viajo, mi impermeable es como el poncho de Martín Fierro-, otros títulos igualmente subversivos El beso de la mujer araña, La tía Julia y el escribidor y Proteo de Morris West. No me atreví a traer una replica del sable de coraceros de Napoleón que vimos en la tienda de souvenirs del Musée de l’Armée. Es demasiado ostentoso y no entra en un zapato, tampoco en un bolsillo de mi impermeable. Es una pena, su presencia acortaría las tediosas reuniones de consorcios que tenemos una vez por año.