Resuelvo terminar ya el año con una ceremonia que repito cada fin de semestre, pincelar meticulosamente con aceite de oliva un juego de tallas de madera, una de 35 centímetros de altura y otra de 30, que desde junio del año pasado, señorean en mi escritorio memorándome en silencio aquel Respice post te, hominem te esse memento. Un don Quijote, con el brazo izquierdo semiflexionado, con un libro abierto a la altura de sus ojos, la diestra extendida con una espada y la cabeza algo levantada, oteando la posteridad; la otra Sancho Panza, la mano izquierda con el pulgar enganchado en el cinturón y la derecha a lo largo del cuerpo, sosteniendo el sombrero, mira hacia el frente, a la altura de sus ojos, encarando la realidad. Esas dos esculturas fue lo primero que le pedí a mi hermano cuando empezamos a desarmar la casa de mis padres, luego de que mi madre partiera, con once años de atraso, a juntarse con mi padre en la otra orilla del Aqueronte. Hasta donde recuerdo, o creo que recuerdo, esas tallas les fueron obsequiadas por alguien de una editorial de Barcelona de la que mi padre fue representante en Brasil entre 1976 y 1984. Y ahora que escribo estas líneas estoy seguro que ese es el origen de las que ahora son mis tallas; es más, estoy totalmente seguro de que no fue el capi di tutti capi de aquella Onorata Societá del papel impreso el autor del regalo sino su consigliere. Digo esto, porque mis padres (para aquellos encuentros anuales de trabajo en Barcelona mi padre viajaba acompañado de mi madre) no eran de comprar ese tipo de adornos.
Ni bien tuve a don Quijote y Sancho en casa les quité la capa de roña, por debajo de una pátina de polvo y moho, surgió una madera cuyo nombre ignoro -no soy ebanista, el detalle no me preocupa. Lo que sí me importa es que el hecho de la limpieza tuvo el efecto de frotar la lámpara de Aladino; la madera adquirió un extraño lustre augural. Ahora, España y el Quijote me recuerdan a la dieta mediterránea, no sé por qué, ni bien acabada aquella sesión de limpieza, se me dio por darle a las tallas una pincelada con aceite de oliva, supongo que debe haber sido algún numen de Homero o de Eurípides quien guió mi pincel. El resultado fue más inesperado, y por eso, cada solsticio de invierno y de verano, lo vengo celebrando como una unción o ritual pagano; porque la madera tomó un lustre mate, los rasgos del Quijote y de Sancho se me volvieron familiares y afables; me dan la impresión de emanar una enigmática luminosidad -que solamente yo puedo percibir- cada vez que, estilográfica en mano, los miro en busca de le mot juste, le mot propre o le bon mot. Todo esto viene a cuento porque también se acaba el año y se que dentro de cinco días habré leído 31 libros en 2015, una cifra baja para mi media y esto tiene sus motivos, que no vienen al caso. Hace una eternidad, empecé a anotar en un cuaderno los libros que leía, luego pasé toda la información a un documento Word, que, reinicio cada año y sumo el total numérico de los libros que he leído. Desde que comencé hasta que termine el 2015 habré leído 2073 libros, una media de 53,15 libros por año. Mediante el sencillo método de la regla del tres simple, a quien le interese se puede enterar en qué año empecé a llevar estos cómputos.
Y esto de las lecturas para mí no es un tema menor, porque le dedico a la actividad alrededor de dos horas diarias -en las escasas vacaciones que pasamos en contacto con la naturaleza, somos bichos urbanos y no cambiamos un museo por la mejor de las playas- o en momentos especiales de trabajo he llegado a superar las doce-. Recuerdo que la última vez que, con Beatriz, intentamos contar los libros de nuestras bibliotecas -las hay en varios cuartos de la casa y una en mi oficina-, hará de esto más un lustro, llegamos a casi 5000 ejemplares. Viendo el registro de mis lecturas anuales, sé que en 1996 leí solo 10 libros y el 1997, 17. Muchos años leí más de 50, la gran mayoría entre 30 y 40. En el 2000 fueron 65; 79 en el 2003 y 77 el año pasado. Cifras aparte, el método de tener un documento word con el registro de cada título leído me es muy útil cuando quiero saber qué año leí un libro; porque generalmente lo hago por asociación de autores o contenidos. Así, estas búsquedas me permiten saber cuáles fueron las tendencias que me guiaron en mis escrituras o lecturas. Pero el problema no son los leídos sino los que me quedan por leer. En una biblioteca de cuatro estantes guardo, sin ningún criterio taxonómico -considero a los libros seres vivos, así que me puedo tomar esta licencia a la orden de fijar un criterio de clasificación, por eso hablo de "criterio taxonónico" y no de "criterio bibliográfico"- los libros que tengo para leer, son alrededor de 150; es decir unos tres años por delante, sin contar los que esperan su turno en otros estantes. El problema recién empieza porque cada año compro -sin contar las compras de Beatriz- alrededor de un centenar de libros, dos años más de lecturas que se incrementa inexorable como el lento gotear de una clepsidra.
Por eso un método empírico salvaje que, hasta el momento, ha resultado insuperable es mensurar no los títulos sino los metros de libros. In altre parole, tengo poco más de tres metros en lista de espera para ser leídos. A lo que debo sumar el metro ochenta de bibliografía -historias, ensayos, novelas- de una biblioteca ad hoc donde tengo el material que debo leer o consultar para escribir mi próxima novela, que aún en agraz, ya tiene título: 1872. Sin olvidar alrededor 30 pdf.s de libros agotados o raros, la mayoría del siglo XIX para atrás que he bajado por internet -y archivo en mi notebook y en dos discos externos- donde hay por lo menos tres que me interesaría traducir. Esos 30 libros -y hay dos que tienen más de 300 páginas-, son los que menos espacio ocupan.
Fui a ver a don Quijote y Sancho que, sobre una bandeja de acero inoxidable, reposan sobre una pila de libros. La madera ya casi ha absorbido el aceite de oliva. Mañana, luego del desayuno, volverán a emanar su enigmática luminosidad, sobre mi escritorio, detrás de la notebook, al alcance de mi mano, junto a mi cuaderno de notas de hojas lisas y una vieja caja de habanos, donde guardo mis estilográficas.
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