31 de enero. En vísperas de salir de viaje, las valijas casi listas sobre la cama de la pieza de huéspedes, una por pasajero, la mitad de mis cosas en la valija de Beatriz, la mitad de las suyas en la mía. Si se pierde una siempre tendremos algo de ropa en la otra. Viene la parte más complicada, el equipaje de mano. Cada año las líneas aéreas se las ingenian para achicar el espacio entre las hileras de asientos, encoger el tamaño de las butacas y reducir su ángulo de inclinación, con lo cual cada vez cansa más descansar durante el vuelo. Ahora le llegó el turno al equipaje de mano, antes permitían una valija de cabina y un bolso del tamaño de una notebook. En algún momento del último año, llegó la reducción y sólo permiten la valija de cabina y que no pese más de 10 kilos. Mi valija de cabina pesa casi cuatro, las dos cámaras fotográficas con sus baterías y cargadores unos 5. La primera solución, una valija más liviana. En una oferta del supermercado vemos varios modelos que parecen confiables, con una de ellas en mano vamos a la sección artículos para el hogar y le pedimos a la vendedora que nos deje pesarla en una balanza de las que se usan en el baño. Tres kilos, le sumo a lo que ya tenía uno y medio de la notebook, son 9 y medio. Primera solución, llevo una de las máquinas de fotos en la manga del impermeable, 800 gramos menos. Quedan las estilográficas, pasan el control de peso en mis bolsillos y las pongo en la valija antes del escaneo del equipaje de mano, en el momento en que deberé vaciar mis bolsillos de monedas, llaves, el teléfono celular, sacarme el reloj, cinturón, zapatos, anteojos y, seguro, alguna otra cojudez, olvidada y perdida en el fondo de algún bolsillo, que me buchonea al pasar bajo el arco magnético despertando, si no al Can Cerbero a ese pito insoportable. Mi diario y los libros son el otro problema, el diario va si o si, la biblia, en un bolsillo del impermeable y también la paso a la valija antes del escaneo del equipaje de mano. Quedan los otros libros.
La biblia es como El libro de arena, nunca la abro en la misma página. Años leyéndola en forma fragmentaria y nunca completa, a finales del 2015 tomé el toro por las astas, ya voy por Josué. En el equipaje de cabina va un volumen con la obra de Filóstrato y Calístrato, me interesa leer sus Descripciones de cuadros y Descripciones. Entran sin problemas. Hace 10 días irrumpió en mi vida El hombre que amaba a los perros, voluminoso, pero voy por la mitad; lo llevo en la mano. Pero me acaba de entrar un polizón y todo por culpa de un artículo que leí esta mañana por internet en el suplemento cultural de un diario mexicano, es un proyecto de intercambio de la embajada de Francia y la revista Arquine y se llama (D)écrire la ville -(D)escribir la ciudad-. La idea es convocar a un arquitecto y un historiador o un escritor -uno francés y uno mexicano- para convivir durante una semana en la ciudad de México, durante ese tiempo la recorren y visitan o descubren o redescubren. Luego tienen un encuentro con el público y cuentan y comparten la experiencia. Es parte de mi proyecto para este viaje, juntar mis registros fotográficos con mis impresiones de los mismos. Terminé de leer la nota y me levanté a buscar Saber ver la arquitectura, tiene 38 años debe haber libros más actualizados, pero éste es un clásico y me alcanza. Lo veo bien, no es papel ácido y se merece el viaje, sólo tiene despegada las tapas, en 20 minutos con cemento de contacto y un trozo de muselina tendrá las tapas nuevas y estará listo para los próximos 38 años -vivirá más que yo-. Pesaré la valija con él hospedado. Caso contrario, viajará en el bolsillo libre de mi impermeable.
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