Empecé a llevar registro de los libros que leo, poco después de casarme, en un cuaderno de espiral. En el 2004 transcribí la lista a la computadora; el cambio me ha permitido saber cuándo leí determinado autor u obra.
Manía de escritor lector -mejor: lector que escribe-, porque leo por "familias"; cuando abordo un autor por primera vez y me gusta, rastreo su obra, la leo y quedo al acecho de sus futuras publicaciones.
De mis lecturas infantiles recordaba dos libros que leí a los ocho años; ingresaron posteriormente a mi lista. La primera vez -en realidad "veces", no más llegar al final los volvía a leer- que los abrí fue en 1956, cuando una epidemia de poliomielitis nos obligó a los niños a recluirnos tres semanas en casa, a un régimen de agua y verduras hervidas.
Los primeros días resultaron infernales, inútiles fueron juguetes y microscopio, por cuya platina pasaron cadáveres de hormigas, arañuelas y algún mosco que sobrevivía al invierno entre las hojas secas de las macetas. Clamaba por una salida a la calle, nada apaciguaba a un monstruo sin hermanos mayores para temer ni menores para hostigar. Hasta que un día, mi padre llegó con dos libros que no sólo me hicieron olvidar del mundo fuera de mi prisión sino que me llevaron a nuevos universos, más que literarios: existenciales.
El primero, Un paseo por la casa, de M. Ilin -me enteré el año pasado que era el seudónimo de un ingeniero ruso-; porque "recuperé" ese libro en 2016. Escribí "recuperé" porque lo encontré en un sitio de internet, no más ver la foto de la portada supe que era el mismo que me había traído mi padre, editado por la extinta Editorial Calomino de La Plata en 1949. Como lo indica su título trata sólo de un tour guiado por la casa -pero supera al viaje de los Argonautas-, cañerías de agua y gas, estantes de la cocina, alacena. Historias que hablaban de la química de la cocción de distintos tipos de alimentos, los materiales y técnicas con que se confeccionaba todo en la cocina: ollas, cubiertos, vajilla. Seguía por el cuarto de estar: la biblioteca, la historia de la escritura en tabletas de arcilla, pergaminos, papiros, el papel y la imprenta. Luego saltaba a los relojes: clepsidras, de arena, de péndulo y de muñeca. El fin del viaje, el dormitorio: el espejo del ropero, la historia de la fabricación y soplado del vidrio, de allí a las prendas de vestir y, también, la de los diferentes tipos de de tejidos.
"Sésamo ábrete", la prisión hogareña tornó en un palacio encantado lleno de secretos y tesoros, seguí los pasos de mi madre con ollas y sartenes, di mis primeros pinitos de chef y debuté con mis primeras tortas fritas. Recordaba haber visto a mi padre cambiar los anillos de cuero de un grifo, me empeñé, bajo su mirada, en hacer otro tanto.
El otro libro que devoré en esas semanas fue la pasteurizada Mitología griega y romana de J. Humbert, al igual que Un paseo por la casa literalmente desintegrada luego de infinitas lecturas; la "reencontré", a finales de los '90 en una librería de Quito, aunque en otra edición, de Gustavo Gili Mexicana, 1982. Con Humbert entré en el Olimpo y sus vecindades; nunca dejé aquel barrio.
Después de la cuarentena devine lector de "Mecánica Popular", revista que coleccionaba un vecino, y me especialicé en desarmar juguetes a cuerda -no siempre fui capaz volverlos a su estado original-; no olvidé a Humbert, me hice amigo de Homero, Heródoto, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes, Apuleyo y Petronio. Tras los pasos de M. Ilin siguieron los libros de difusión científica de Azimov, Cosmos y Los dragones del edén de Sagan; y los dos volúmenes de Historia de la Tecnología de Kranzberg-Purcell.
Por los años de la secundaria, con mis compañeros del Liceo Agrícola y Enológico -al igual que alumnos de otros colegios, aunque, sin duda, más hiperbólicos-, celebrábamos con explosiones los fines de curso, navidad y año nuevo. Salvo algunos fuegos artificiales, jamás recurrimos a la pirotecnia tradicional sino a nuestros entrañables "tornillos". En realidad: pernos de 3/8 de pulgada del tamaño de una zanahoria -sólo se conseguían en ferreterías especializadas- a los cuales desatornillábamos la tuerca hasta la última vuelta de rosca. Poníamos en la cavidad un preparado de clorato de potasio y azúcar glas en partes iguales y, cuidando que la mezcla se repartiera en el intersticio helicoidal entre la rosca del tornillo y la tuerca, la atornillábamos hasta que llegaba a la punta roscada del perno. Paso siguiente: estrellar el bulón contra la acera; una llamarada coincidía con el estruendo, más concorde a un wagneriano Götterdämmerung que de cristianos júbilos.
Los pasos de las hordas artificieras eran rastreables -y no por las miguitas de pan como Hansel y Gretel-, nuestro hilo de Ariadna: las marcas de las explosiones sobre las baldosas. Pacientes, las mamás de aquellas décadas sabían que, si bien tenaces, estas manchas pardo amarillentas y bordes negruzcos salían, y evitaban limpiarlas hasta que nuestro furor pirotécnico se aletargaba; maguer escandalosas, nuestras incursiones no fueron los cascos del caballo de Atila. Durante seis años de secundaria participé de estas tropelías; no registro en mi memoria quemado, mutilado o tuertos, como los que proliferan en las estadísticas de radio y televisión durante navidad y año nuevo.
Dos años de ingeniería química fueron la impronta de Un paseo por la casa, también mi afición de barman amateur. Discrepo con Buñuel, el mejor dry martini, -"Shaken, not stirred" como pedía el double o seven- no se bebe en el Plaza de Nueva York sino en casa.
Sin mayores remordimientos -sí con anticipada nostalgia- abandoné ingeniería, seguí los pasos de Humbert; hice la carrera de letras. Descubrí a Luciano de Samosáta, quien me llevó a Rabelais, Voltaire, Sterne, Swift, Machado de Assis y Jaroslav Hašek. Terminé librero y escritor, gané premios literarios; publiqué, antologías, traducciones, libros de cuentos y novelas.