Cuando resuelvo escribir una nota, lo primero que hago es pensar largo en el tema, luego: las derivas del mismo; a continuación lápiz, goma y papel, bosquejo una guía, o carta de marear, del rumbo o derrotas -en el sentido náutico- del itinerario a seguir. Itinerario en mano me dedico a buscar el título que, de alguna manera, marcaría el punto de llegada o la síntesis del relato. La metáfora más próxima a la escritura es un viaje; el correr de la pluma sobre la página es desplazarse en el tiempo y el espacio, a veces durante jornadas.
Así, la primera escala -o primer párrafo- que escribo en esta página tiene que ver con el título; es tarde, ya estoy en viaje; y pienso si uno más apropiado no habría sido De El Golem a Blade Runner, derivas 1. Puesto que, las derivas, de esta nota, como los vientos escapados del odre de Eolo, se niegan a llevarme a destino y esto es una historia repetida desde los comienzos de la literatura.
En el canto X de Odisea, el divino Odiseo, en su viaje de regreso a Itaca, recala en la isla de Eolo, Señor de los Vientos, quien lo recibe con su familia y, encariñado con el de multiforme ingenio y sus aventuras, le hace un regalo precioso: un odre donde había encerrado a todos los vientos, menos uno, el que debería llevarlos a Itaca sin contratiempos; Odiseo y sus compañeros tienen el regreso asegurado. Junto con el presente, el Señor de los Vientos le recomendó: bajo ninguna circunstancia, debían abrir el odre. Ocurrió lo previsible, la noche siguiente perdida en el horizonte la isla de Eolo, mientras Odiseo duerme, sus camaradas conspiran y concluyen en que en ese odre hay oro y plata, y lo abren. El resto es conocido, debieron viajar durante 10 años y sólo Odiseo regresó a casa.
De la misma manera, muchas veces ocurre que un relato o novela, toma, por cuenta propia, como un Golem o Replicante de la película Blade Runner -la de Ridley Scott (1982), no la olvidable remake de Denis Villeneuve (2017)-, decisiones propias y, si es necesario, rebelándose contra su destino impuesto e, inclusive, contra su creador. Como los vientos del odre Eolo y los viajes inesperados, este tipo de percances es historia repetida en literatura, hasta un punto tal que Horacio, seis o siete siglos después que Homero, sentó jurisprudencia en su Epístola a los Pisones -también conocida como Arte Poética- por aquello de: "Amphora coepit institui; cur rota currente, exit urceus? (¿Se ha empezado a fabricar un ánfora, por qué al correr de la rueda -la del torno de alfarero- sale un botijo?).
Del cuaderno de notas donde anoté los puntos a desarrollar en el curso que di en la Feria del libro el miércoles 2 de Mayo de 2018, de el De El Golem a Frankestein autómatas e humanoides en la literatura, primera parte, me quedaron, como restos diurnos, el listado de temas que usé como ayuda memoria en la exposición. De él afloran reflexiones y nuevas derivas. Releerlo fue romper el sello del odre de Eolo y surgen otras historias y otros viajes que, por lo que veo, terminarán en una serie de notas. La criatura que impone sus reglas al creador, pero ahora aplicado a la escritura y el ánfora se volverá botijo.
Lo primero que rescato de esa exposición fue el hecho que no podía hacer una exposición sincrónica, sino diacrónica -mejor: anacrónica- ya que muchos sucesos de de la actual visión que tenemos de androides se despega totalmente de la vieja -no tanto- concepción de robot como un ser mecánico con aspecto de haber escapado de una ferretería; por lo menos en lo que hace a los que interfieren en la vida cotidiana, es decir los destinados a coexistir con nosotros en labores domésticas, lúdicas o eróticas. Esta razón me llevó a una narración en bustrófedon, la primitiva manera de escribir en la Grecia clásica: de izquierda a derecha y, al final del renglón empezar derecha hacia la izquierda y así sucesivamente; como el ir y venir del arado tirado por un buey. De esta manera, el punto de partida de la charla fue la novela Parque Jurásico (1990) -infinitamente mejor que la película, puesto que la primera reflexiona seriamente acerca de los riesgos de la manipulación del caos y del temido "efecto mariposa"; y la segunda exagera en los efectos especiales y monstruos de polímeros-. Tanto la novela como el guión de la película son de Michael Crichton, un excelente escritor de novelas llamadas best sellers, pero de las de antes, de las buenas, las que una rata de biblioteca que se aprecie atesora entre sus estantes.
El eje marcado en Parque jurásico, suerte de parque de diversiones con dinosaurios reales -creados mediante técnicas de manipulación genética- es que, en determinado momento, las criaturas se revelan. Además, son muchas más de las planificadas por los genetistas y se hallan ocultas en la selva. Esta multitud rompe el orden y equilibrio del parque y atentan contra los visitantes. Todo esto es contemplado por quienes manejan y controlan el sistema, aislados en su sala de control por un imprevisto corte de energía. Una situación caótica insinuada -mejor: vaticinada-, por uno de los protagonistas Ian Malcom, donde anticipa que, "efecto mariposa mediante", era muy probable que la situación se desmadrase y quedase fuera de control.
Algunos años antes en una película llamada WestWorld (1973), conocida en español como El mundo de los robots asesinos, Michael Crichton -que además de escritor era guionista- cuenta una historia parecida y anticipa el descontrol. Ahora es un parque temático con robots con aspecto humano, dividido en tres secciones, un bar con bellas parroquianas que aceptan propuestas eróticas; el antiguo mundo romano; la posibilidad de un duelo en la edad media; o vivir en el lejano oeste o Far West -tópico de aventuras y leyendas si los hay-, serpientes de cascabel incluidas, y enfrentar a un killer. Los robots están programados de manera tal de poder decirle que no a otro robot -en el caso de las damiselas- pero no a un ser humano y de perder o ganar frente a otro robot -en los duelos- pero siempre perder frente a un ser humano.
En otras palabras, en West World, los robots con aspecto humano deberían cumplir con las tres reglas que ya había fijado Isaac Azimov en su libro de relatos Yo, robot (1950) y estas son:
1- Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por su inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
2- Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si esas órdenes entran en conflicto con la Primera Ley.
3- Un robot debe proteger la existencia en su misma medida para no autodestruirse en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.
Altri tempi los de Isaac Azimov, en West World, sus tres reglas se violan. La versión original de la leyenda de El Golem -El aficionado a la mentira de Luciano de Samosta- dará cuenta anticipada de este "efecto mariposa" o imprevisto. Imprevisto que Borges sintetizará tan bien en su poema homónimo por aquello de "Algo anormal y tosco hubo en el Golem".
Vuelvo a Horacio y su "Cur rota currente"; pero ahora la rueda es de la historia de humanoides que toman determinaciones propias y, que, pareciera, van aprendiendo de sus antecesores -mejor, "antepasados"- y atesorando experiencias. Lo mismo que viene pasando con el ser humano desde la edad de piedra.
Esta es una deriva con muchos puertos para recalar.
(Continuará)