Por si algún lector se entusiasmó con el primer capítulo publicado en Don Casmurro, anticipo el segundo.
Capítulo II - El libro
Ahora que he explicado el título, paso a escribir el libro. Antes que eso, sin embargo, digamos los motivos que me ponen la pluma en la mano.
Vivo solo con un criado. La casa en que habito es mía la hice construir a propósito, llevado de un deseo tan particular que me avergüenza confesarlo, pero ahí va. Un día, hace bastantes años, me vino a la cabeza reproducir en Engenho Novo la casa en que me crié, en la antigua Rua de Matacavalos, dándole el mismo aspecto y calidad de aquella otra, que ya no existe. El constructor y el pintor entendieron bien las especificaciones que di: el mismo edificio con piso entarimado, tres ventanas al frente, galería en el fondo, los mismos dormitorios y salas. En la principal, la pintura del techo y las paredes es más o menos igual, unas guirnaldas de flores pequeñas y grandes pájaros que, de trecho en trecho, las llevan en sus picos. En las cuatro esquinas del techo las figuras de las estaciones y, en el centro de las paredes, los medallones de César, Augusto, Nerón y Masinisa[1], con sus nombres debajo… Ignoro las razones de estos personajes. Cuando fuimos a vivir a la casa de Matacavalos ya estaba con esta decoración; era de la década anterior. Naturalmente era el gusto de aquellos años dar un toque clásico y poner figuras antiguas en las pinturas americanas. El resto de la casa es también análogo y parecido. Tengo un pequeño huerto, flores, legumbres, una casuarina, un pozo y un lavadero. Uso loza vieja y mobiliario viejo. En fin, ahora como otrora, hay aquí el mismo contraste de la vida interior, que es pacata, con la exterior, que es agitada.
Mi fin evidente era atar las dos puntas de mi vida y recuperar la adolescencia en la vejez. Pues bien, no conseguí recomponer lo que fue ni lo que fui. En todas las cosas, si el rostro es igual, la fisonomía es diferente. Si solo me faltasen los demás, sería aceptable; un hombre se consuela más o menos de las personas que pierde; pero falto yo y esta laguna lo es todo. Lo que aquí está es, en una mala comparación, semejante a la tintura que se pone en la barba y en los cabellos y que apenas conserva el aspecto exterior, como se dice en las autopsias; el interno no admite tinturas. Un certificado que me atestase veinte años de edad podría engañar a los extraños, como todos los documentos falsos, pero no a mí. Los amigos que me restan son recientes, todos los antiguos fueron a estudiar geología en los camposantos. En lo que hace a las amigas, algunas datan de hace quince años, otras de menos, y casi todas creen en la mocedad. Dos o tres se lo podrían hacer creer a los otros, pero el lenguaje que usan obliga más de una vez a consultar los diccionarios y tanta frecuencia cansa.
Sin embargo, una vida diferente no quiere decir una vida peor; es otra cosa. En ciertos aspectos, aquella vida antigua se me aparece desprovista de muchos encantos que otrora le hallé; pero también es cierto que ha perdido muchas de las espinas que la hicieron molesta y, en mi memoria, conservo alguna recordación dulce y hechicera. En realidad, salgo poco y hablo menos. Escasas distracciones. La mayor parte del tiempo lo gasto en cultivar el huerto, cuidar el jardín y leer; como bien y no duermo mal.
Ahora, como todo cansa, esta monotonía acabó por agotarme también. Quise variar y se me ocurrió escribir un libro. Jurisprudencia, filosofía y política me acudieron; pero no me acudieron las fuerzas necesarias. Después pensé en hacer una Historia de los suburbios, menos pesada que las memorias del Padre Luís Gonçalves[2] dos Santos, referida a la ciudad; sería una obra modesta, pero exigía, como preliminares, documentos y fechas, todo árido y largo. Fue en ese momento en que los bustos pintados en las paredes comenzaron a hablar y a decirme que, ya que ellos no bastaban para reconstruirme los tiempos idos, tomase la pluma y contase algunos. Tal vez el relato me produjese una ilusión y acudiesen las sombras a deslizarse ligeras, como al poeta, no al del tren, sino al del Fausto: ¿Aquí venís otra vez, inquietas sombras…?[3]
Quedé tan contento con esta idea que todavía me tiembla la pluma en la mano. Sí, a Nerón, Augusto, Masinisa, y a ti, gran César, que me incitas a hacer mis comentarios, os agradezco el consejo y voy a volcar en el papel las reminiscencias que me vayan acudiendo. De esta manera, viviré lo que viví y asentaré la mano para una obra de tono mayor. Vamos, comencemos la evocación por una célebre tarde de noviembre que nunca olvidé. Tuve muchas otras, mejores, y peores, pero aquella nunca se me ha borrado del espíritu. Lo entenderás, a medida que vayas leyendo.
[1] Los personajes retratados comparten el tema de la traición como parte de sus vidas (F.L.).
[2] Luís Gonçalves dos Santos (1767-1844) sacerdote, escritor y cronista. La obra a la que hace alusión el protagonista es Memórias Para Servir à Historia do Reino do Brasil (1825) considerada una de las más importantes fuentes de información sobre la vida y las costumbres de la ciudad de Río de Janeiro en los inicios del siglo XIX. En ella hay una cuidada descripción del tejido urbano de la ciudad: edificios y espacio público, tanto en sus características arquitectónicas como en sus funciones.