Todo lo que conté al final del capítulo anterior fue obra de un instante. Lo que le sucedió fue todavía más rápido. Di un salto y, antes de que ella borrase el muro, leí estos dos nombres, grabados con el clavo y así dispuestos:
BENTO
CAPITOLINA
Me volví hacia ella, Capitú tenía los ojos fijos en el suelo. Luego los levantó, despacio, y nos quedamos mirándonos el uno al otro… Confesión de niños, tú bien merecerías dos o tres páginas, pero quiero ser breve. En realidad ni siquiera hablamos, el muro habló por nosotros. No nos movimos, las manos se extendieron poco a poco, las cuatro, tomándose, apretándose, fundiéndose. No anoté la hora exacta de aquel gesto. Debía haberla anotado; siento la falta de una nota escrita aquella misma noche y que yo pondría aquí, con los errores de ortografía que tuviese, pero no tendría ninguno, ésa era la diferencia entre el estudiante y el adolescente. Conocía las reglas de escribir, sin sospechar las de amar; tenía orgías de latín, era virgen en mujeres.
No nos soltamos las manos ni ellas se dejaron caer por cansancio u olvido. Los ojos se miraban fijamente, dejaban de mirarse y, después de perderse en las cercanías, volvían a encontrarse los unos con los otros… Futuro sacerdote, estaba ante ella como ante un altar, siendo una de sus mejillas la Epístola y la otra el Evangelio. La boca podía ser el cáliz; los labios, la patena. Faltaba decir la primera misa con un latín que no se aprende y que es la lengua católica de los hombres. No me tengas por sacrílego, mi lectora devota; la limpieza de la intención lava lo que pudiera haber de poco curial en el estilo. Estábamos allí con el cielo en nosotros. Las manos, uniendo sus nervios, hacían de las dos criaturas una sola, una sola criatura seráfica[1]. Los ojos continuaron diciendo cosas infinitas, las palabras eran las que no intentaban salir de la boca, volvían al corazón calladas como venían…
XV - Otra voz repentina.
Otra voz repentina, pero esta vez una voz de hombre:
— ¿Ustedes están jugando al siso?
Era el padre de Capitú, que estaba en la puerta del fondo, junto a su mujer. Nos soltamos las manos y nos quedamos confusos. Capitú fue hasta el muro y, con el clavo, disimuladamente, tachó nuestros nombres escritos.
¡Capitú!
¡Si, papá!
No me estropees el revoque del muro.
Capitú tachaba sobre lo tachado para borrar bien lo escrito. Padua salió al huerto a ver de qué trataba, pero su hija ya había comenzado a grabar otra cosa, un perfil que, dijo, era el retrato de su padre, pero que podía ser tanto el suyo como el de la madre; lo importante era hacerlo reír. Pero además, él se acercó sin estar enfadado, muy cariñoso, pese a la actitud dudosa, o menos que dudosa, en que nos había sorprendido. Era un hombre bajo y grueso, piernas y brazos cortos, espalda arqueada, de donde le vino el apodo de Tartaruga que José Dias le había puesto. Nadie lo llamaba así en casa, solamente el agregado.
¿Están jugando al siso? —preguntó.
Miré hacia un saúco que estaba cerca, Capitú respondió por los dos.
Sí, señor; pero Bentinho se ríe enseguida, no se aguanta.
Cuando llegué a la puerta, no se reía.
Ya se había reído varias veces antes, no se puede contener. ¿Papá, quieres ver?
Y seria, fijó en mí sus ojos, invitándome al juego. El susto es por naturaleza serio; yo todavía estaba bajo el efecto causado por la aparición de Padua y fui incapaz de reír, por más que hubiera debido hacerlo para legitimar la respuesta de Capitú. Ésta, cansada de esperar, desvió la mirada, diciendo que yo no me reía esa vez porque estaba allí su padre. Y ni siquiera así me pude reír. Hay cosas que sólo se aprenden tarde; es menester nacer con ellas para hacerlas pronto. Y es mejor naturalmente temprano que artificialmente tarde. Capitú, después de dar dos vueltas, se fue con su madre, que continuaba en la puerta de la casa, dejándonos a mí y a su padre encantados con ella; su padre, mirándola a ella y a mí, me decía, lleno de ternura:
¿Quién diría que esta pequeña tiene catorce años? Parece que tuviera diecisiete. ¿Tu madre está bien? —continuó mirándome fijo.
Sí señor.
Hace muchos días que no la veo. Quisiera hacerle morder el polvo en el juego al doctor, pero no he podido, estoy haciendo trabajos de la repartición en casa; todas las noches escribo como un desesperado, trata de informes. ¿Has visto mi fruterito amarillo? Está allí al fondo. Ahora mismo iba ver la jaula, ven a verlo.
Que yo no tenía ningún deseo, es fácil de creer, sin que sea necesario jurarlo por el cielo ni por la tierra. Mi deseo era ir tras Capitú y hablarle de lo que se nos venía encima; pero el padre era el padre, y además le gustaban especialmente los pajaritos. Los tenía de varias especies, color y tamaño. El patio que había en el centro de la casa estaba rodeado de jaulas con canarios que hacían un ruido de todos los demonios, cantando. Intercambiaba pájaros con otros aficionados, los compraba; capturaba algunos en su propio huerto, preparando trampas. También, si enfermaban, los cuidaba como si fueran personas.