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Escritor Argentino

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Danilo Albero (Mendoza, 1947). Es licenciado en letras, narrador y librero. Ha publicado los libros de cuentos: Estación Borges (Beas, 1994) y Al mejor cazador (Sudamericana, 2000); y las novelas: Confesiones de un dandy (Sudamericana, 1997), Jorge Newbery el señor del coraje (Sudamericana, 2003) y Variaciones Turner (Bajo la Luna, 2013) -finalista del concurso La Nación-Sudamericana 2005 con el título El Gran Oriental-. Junto con Beatriz Colombi publicó Los ‘trucs’ del perfecto cuentista (Alianza, 1993) -recopilación de  artículos periodísticos y de crítica literaria de Horacio Quiroga- que será reeditado en versión corregida y ampliada. Ha traducido del portugués autores brasileños clásicos y contemporáneos, entre otros: Aluzio de Azevedo (El conventillo, Simurg, 1997 y Amazon 2020), Machado de Assis (Ideas del canario y otros cuentos, Losada, 1993; Memorial de Aires, Corregidor, 2001; Don Casmurro, Amazon, 2020) y Rubem Fonseca, y del inglés a ErnestHemingway, George Orwell y Lafcadio Hearn.

Por su actividad como narrador y ensayista ha recibido premios nacionales e internacionales, entre otros: José Toribio Medina (1986), Primer concurso Play Boy de Cuentos en Español (1989), Primer Premio del Concurso Literario de Cuentos, Fundación Manuel Mujica Láinez Ana de Alvear de Mujica Láinez (1991), Fondo Nacional de las Artes (1993), Primer Premio de Narrativa del Concurso Felix Duarte de Santa Cruz de la Palma (España, 1994), Premio Edenor Fundación El Libro de Ensayo (1999), Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires (1998) y Premio Especial Eduardo Mallea de la Ciudad de Buenos Aires (2007).

Ha coordinado talleres literarios y dictó el seminario “Poéticas y prácticas del cuento” en la Maestría de Escrituras Creativas, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia.

Ha publicado notas en el área de ecología, deportes no convencionales y de alto riesgo, y turismo aventura en las revistas Cuerpos y Mentes en el Deporte, WeekEnd y Supervivencia y Aventura. Ha colaborado en las revistas literarias Maniático textual (reseñas y entrevistas) y Con V de Vian (traducciones); con notas y entrevistas en los suplementos culturales de los diarios Ámbito Financiero,El Cronista, y La Jornada Cultural de México. Desde finales de 2015 al presente publica semanalmente en distintos medios virtuales notas literarias, de arte y ensayos.

Entre 1993-2000 fue miembro de la Comisión Directiva de Cámara Argentina del Libro, donde formó parte de las comisiones de cultura, prensa y comercio exterior. A partir de esa fecha al presente es miembro de la Comisión de Cultura de la Fundación el Libro. Donde ha dictado cursos e integrado jurados literarios.

 

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30 Notas de Joe Turner El papel impreso prevalece

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Arte virtual terraformado
Arte virtual terraformado

Hace ocho años leí un par de artículos en la página web de Scientific American, que me hicieron pensar en lecturas y cuadros y, en ambos casos, no pude soslayar la correspondencia de estas notas con la actividad del pintores y escritores. Los resumí en un documento Word a la espera de que maduraran; acudo a ellos.

El primero de los artículos, en tono de ciencia ficción que bien podría haber sido escrito por Julio Verne, era cuasi bíblico, para científicos más longevos que Matusalén.

La nota describe como “terraformar Marte”, proyecto que exigirá tornar más densa la atmósfera y aproximarla a la terrestre y, también, elevar su temperatura; bastarían apenas algunas explosiones termonucleares en los polos, lo cual aumentaría la cantidad de anhídrido carbónico en el planeta para lograr un “efecto invernadero”. Luego de esperar unas décadas, el cambio licuaría gran parte del agua congelada bajo la superficie para hacerla aflorar. Con este primer paso estaríamos en el segundo día del Génesis 1:6-9: “Hizo Dios el firmamento, y apartó las aguas que estaban debajo del firmamento, de las aguas que estaban sobre el firmamento”.

No ya un día bíblico, sino décadas después, cambiada la atmósfera marciana, se procedería a la primera “siembra selectiva de microbios” terrícolas. Nuestro planeta está repleto de ellos y con gran diversidad genética, impregnan rocas e interactúan con la química de los suelos; habría que investigar qué ecosistema de la tierra se aproxima a la realidad de Marte y “sembrar” el cuarto planeta con microbios para que se reprodujeran y así hacer la big remake del tercer día bíblico Gen 1,9): “Dijo asimismo Dios: ‘Produzca la tierra hierba verde y que dé simiente y árboles frutales’ ”. El resto, venía cantado para Scientific American.

Escritores, plásticos, fotógrafos, músicos y cineastas hacemos otro tanto en nuestros procesos creativos, “terraformamos” modificando entornos y entremezclando distintas artes. Además, el proyecto de ciencia ficción de Scientific American refería a un concepto de biología que me hizo viajar en el tiempo, a materias de mis años de secundaria, zoología ─hibernación─ y botánica ─latencia ─. En el reino animal algunas especies se alimentan en exceso durante verano y otoño y acumulan reservas ─el fatigado ejemplo son los osos; también, murciélagos, algunas larvas y caracoles─. Cuando llega el invierno, buscan refugio en lugares abrigados y quedan adormecidos, en estado de suspensión de las actividades vitales reduciendo el metabolismo al mínimo. En esos meses consumen reservas acumuladas para “revivir” en primavera. Más interesante y complicado es la latencia del reino vegetal, hay semillas, bulbos o esporas que permanecieron siglos esperando la oportunidad para florecer.

El otro artículo que relacioné con “terraformar Marte”, fue el del “agua virtual”, concepto desarrollado en 1993 por el profesor John Allan de la London University y por el cual recibió el Stockholm Water Prize en 2008. “Agua virtual” es la que no vemos pero se utiliza para fabricar cualquier producto hasta que llega a nuestras manos. Una taza de café contiene 140 litros de “agua virtual” incluido el cultivo, procesado de granos, empaque y transporte. Un jean demanda 11.000 litros; una tonelada de papel entre 200 y 300.000; una hoja de papel A 4, contiene, según cálculos más o menos apocalípticos, poco más de medio litro de “agua virtual”; un kilo de carne vacuna, 16.000. A la luz de estos dos artículos pienso ¿cuántos libros yacen en “estado de hibernación” o de “lecturas virtuales” detrás de un cuento o novela?; ¿cuántos cuadros detrás de un cuadro, cuántas películas detrás de una película?

En un reportaje para New Yorker que le hizo Dorothy Parker a Hemingway en 1929 le preguntó cuáles eran los escritores que lo habían influenciado. De la lista de Hemingway recuerdo a tres: Velázquez, Goya y el Bosco.

Tres años después de la entrevista, en Death in the Afternoon, Hemingway cuenta el viaje a la ciudad de Aranjuez para ver corridas de toros y su llegada: “There are avenues of trees like the background of Velazquez canvasses...” (“Hay avenidas de árboles, como en los fondos de los lienzos de Velázquez...”). A medida que avanza por la villa, Hemingway describe vendedoras callejeras que ofrecen frutillas y espárragos, la oferta de comidas y vino Valdepeñas en las tabernas que bordean la calle hasta la plaza de toros. Allí los recibe una multitud de mendigos, tullidos y mutilados para concluir: “The town is Velázquez to the edge and then straight Goya to the bull ring.” (“La ciudad es Velázquez y luego Goya hasta la plaza de toros”). Por último, la apuesta final de Hemingway en su libro póstumo Islas en el golfo; el protagonista, Tomás Hudson, alter ego del escritor, es un famoso pintor. Durante el almuerzo en una taberna, el propietario sugiere a Tomas Hudson que pinte un gran mural en una vela representando un huracán y trombas asolando la costa, castigando a moradores y pescadores negros. En un pasaje de cuatro carillas el tabernero describe e inventa un tríptico de El Bosco. Tomás Hudson concluye: “Había un hombre que se llamaba Bosch y que pintaba muy bien en esa línea”.

Siempre en el campo de “las artes plásticas virtuales” o “artes plásticas en hibernación”, que reviven en literatura, imposible dejar de lado “Oda a una urna griega”. O fantasear acerca de cuantos cuadros latentes o virtuales hay en la obra de Gogol.

Mantengo, vívida, mi primera experiencia con el Guernica de Picasso, en 1978 ─entonces en el MoMa de New York─; un amor a primera vista ─mucho después le dediqué un cuento─. Al año siguiente volví a enfrentarme con el óleo y ya sabía algo más; es el cuadro que más veces he visto en mi vida. A las dos visitas en New York le sumo su primer destino en Madrid: el Casón del Buen Retiro y siete veces más en el Museo Reina Sofía. La novena en el 2019 en compañía de Beatriz; un satori.

Al momento yo portaba más de 40 años leyendo sobre él, visitando museos, acumulado en mi experiencia visual, cuadros, esculturas, edificios y puentes; había transitado una maestría en historia del arte. De la exposición Barcelona and Modernity en el Met de New York en el 2007 traje el catálogo con un capítulo dedicado a la “Exposición de Arte y Tecnología” de 1937 en París, donde se exhibió por primera vez el Guernica. También, en aquella exposición, vi una maqueta del Pabellón Español donde se indicaba dónde se expuso el óleo. Sabía de las “pinturas virtuales” que estaban “latentes” en él: el Goya de Los fusilamientos del 3 de mayo, el Rubens de Las consecuencias de la Guerra, el Delacroix de La matanza de Chios, el Gericault de La balsa de la Medusa, el Geni de La Matanza de los inocentes, el Caravaggio de La conversión de San Pablo. Bien podía decir le Guernica, c’est moi.

En febrero de 2019, en la visita al Museo Reina Sofía, frente al cuadro, Beatriz propuso que escucháramos lo que decía la guía que acompañaba a un grupo de visitantes. Luego de otorgarnos un par de minutos para que asimiláramos la experiencia visual, dijo: “Ahora, antes que nada, observad los ollares y dientes delanteros del caballo que relincha despavorido debajo de la lámpara que puede ser un sol, al centro del borde superior, vistos aislados, representan una calavera”. Como San Pablo al momento de su conversión, enceguecí y me caí del caballo.

Sólo que San Pablo iba caminando hacia Damasco antes de su ceguera temporaria y conversión. Caravaggio lo hizo cabalgar y caerse; y así, con la espada rota, está el guerrero en el Guernica, debajo del caballo con los ollares en forma de calavera.

 





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Tinnitus, fosfenos y acúfenos
Tinnitus, fosfenos y acúfenos

Tinnitus, fosfenos y acúfenos

 

Hojeo un cuaderno donde registro ideas o lecturas que puedan dar para una nota y veo: viernes 9 de agosto, 21:15 conversación con Sasha (mi hermano) donde me dijo que padece de tinnitus. Le pregunté de qué trataba y si es contagioso. “No es contagioso” y aclaró que es una dolencia que consiste en escuchar ruidos –pulsaciones, zumbidos o pitidos– inexistentes.

No más terminar la conversación hospedé las dos palabras nuevas en otro de mis maníacos, cuasi neuróticos, cuadernos al que he bautizado Diccionario Caótico, desordenado alfabéticamente –ya son casi 80 páginas–. En él escribo a mano –con tinta de alguno de los cinco colores que uso; otro toc– fecha y significado de vocablos que aparecen en mis lecturas y al cual en momentos de ocio, visito al azar, por supuesto, para rescatar algún término y alojarlo en mis escritos.

Las nueve musas suelen iluminar a los majaretas obesos. El lunes 5 de enero de 2023, fueron el ante penúltimo y penúltimo registros: acúfeno y fosfeno dichosas coincidencia. Para la RAE, acúfeno es: “Sensación auditiva que consiste en percibir sonidos que no proceden de fuentes externas”; fosfeno: “la sensación visual producida por la excitación visual de la retina o por una presión sobre el globo ocular”.

Hace años tuve una traumática experiencia con un fosfeno rectangular, luego de sacar fotos con flash de una de mis bibliotecas, tuve la poco feliz idea de hacerme un autorretrato con fondo de estanterías; ajusté el foco de la cámara a un metro, estiré los brazos y disparé. No tuve presente la idea de apagar el flash. Nunca olvidaré la rectangular explosión enceguecedora –lo de la explosión, es cinestesia; en el sentido sicológico y retórico– que me golpeó los ojos. De repente se hizo oscuridad donde relumbraba el rectángulo blanco amarillento del flash. Cerré los ojos y seguía viendo un rectángulo luminoso en la negrura. Bref, tardé lo que me pareció una eternidad en recuperar la visión, eso sí, el rectángulo de luz tardó como dos horas en apagarse gradualmente. Fue la madre de todos los fosfenos que en el mundo han sido y serán; los adeptos del lunfardo cuidarán mucho de usar los términos flash y flashear después de una experiencia semejante. Sin duda ese fue el origen de mi rechazo por las selfies.

Los derivas –o delirios– literarias y estéticas, relacionan lecturas, reacomodan cuadros, esculturas, edificios, pinturas y fotos y engendran nuevas relaciones. En forma desordenada, tan caótica como la de mi diccionario, y tal como Bergson imaginaría que pasa por la durée, los remezones que me sacudieron no fueron en sentido líneal. Lo interesante, por lo menos para una rata de biblioteca con mi prontuario, es que acúfeno o tinnitus y fosfeno, me llevaron a otros rumbos, semánticos y literarios. Ahora acúfeno activó mi voz de la conciencia, en el sentido de reflexionar, desde el presente, hechos del pasado.

Lo primero, que me trajo mi voz de la conciencia, fue uno de los diálogos magistrales de Trampa 22 de Joseph Heller. La escena transcurre en un hospital; Yossarian, piloto de un avión bombardero, le comenta a su amigo Clevinger que, en sus misiones de combate, los artilleros antiaérea italianos y alemanes están tratando de asesinarlo; a lo que éste le responde que nadie está tratando hacerlo; “Entonces por qué me tirotean”; “Ellos le tiran a todo el mundo; tratan de asesinar a todo el mundo”; “Y bueno, ¿cuál es la diferencia?”. Es la mejor descripción que he escuchado de los delirios de persecución paranoicos.

Acúfeno, tinnitus y fosfeno, ya en su etimología nos remiten a la Ilíada, la Odisea y al comienzo de la literatura. Acúfeno, del griego akoé (escuchar, oír) y faino (alumbrar, hacer visible); tinnitus, transcripción directa del latín (ruido metálico, tintineo); fosfeno, del griego faós (luz) y faino. Qué otra cosa hace Homero sino invocar a la Musa para que le cuente o le hable de los hechos que piensa relatar; en otras palabras que le hable y lo ilumine. Veintiséis siglos después de Homero, el escritor argentino José Hernández le hace decir al gaucho Martín Fierro; ya en la segunda sextina: “Pido a los Santos del Cielo / Que ayuden mi pensamiento; / Les pido en este momento / Que voy a cantar mi historia / Me refresquen la memoria / Y aclaren mi entendimiento”.

Por su parte Jorge Luis Borges, en los dos últimos tercetos de “Proteo” –uno de sus poemas que me jacto de saber de memoria– leemos, parole più parole meno aunque resumido: “Urgido por las gentes asumía / la forma de un león o de una hoguera / o de árbol que da sombra a la ribera / o de agua que en el agua se perdía. / De Proteo el egipcio no te asombres, / tú, que eres uno y eres muchos hombres”. Tinnitus y fosfenos de Canto IV de Odisea, cuando Menelao le cuenta a Telémaco de los ardides que tuvo que valerse para obligar al multiforme y mañoso Proteo a que indicara cómo abandonar las costas egipcias y volver a Esparta.

De acúfenos y fosfenos se construyen la literatura y el arte. Calamo currente me afloran ecos de la Divina Comedia, Canto VI que resuenan en el relato “Cecco Angiolieri, poeta rencoroso” en Vidas imaginarias de Marcel Schwob; a su vez los ecos de “Eróstratos” de Vidas imaginarias cimientan el prólogo de Victorianos eminentes de Lytton Strachey. Además, no puedo ensoñar el Guernica de Picasso olvidando fosfenos y tinnitus que parecen desprenderse y resonar de los cuerpos de los ajusticiados en Los fusilamientos del 3 de mayo; en el jinete caído en La conversión de San Pablo de Caravagio; en la mujer del extremo izquierdo de La masacre de los inocentes de Guido Reni.

Terminé de escribir antes de la revisión definitiva, volví a sus estantes los libros retirados a medida que necesité consultarlos. En la contratapa de Vidas Imaginarias, un sobre, adentro, cuidadosamente doblada, una página del viejo suplemento literario de “La Nación” con una nota sobre vida y obra de Marcel Swob. Domingo 6 de septiembre de 1998.

Un fosfeno dentro de un tinnitus.

 

 





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El Almanaque del pobre Ricardo
El Almanaque del pobre Ricardo

Reviso el cuaderno donde registro “probables notas futuras”. Dos referencias me parecen apropiadas, de hace ocho años, postergadas para que el tiempo ponga distancia y que no se identifiquen con hechos recientes de personas conocidas.

Ambas cortadas a medida según una sentencia de Benjamín Franklin, si bien él se refirió a las pavadas que uno puede decir cuando habla –más grave si las escribe– las palabras vuelan, los escritos permanecen (verba volant, scripta manet).

Primero la dama, compatriota, escritora, crítica literaria y asesora editorial. En una contratapa del El País habló de su viaje por Sicilia, Nápoles, Florencia y Roma. Tuve sana envidia por los lugares que visitó, pero sólo registró una única y huérfana impresión de Florencia: “una ciudad frígida, falsa”. Recorro nuestras vivencias de la ciudad reconstruidas por lo registrado en mi diario.

Dejo de lado íconos culturales conspicuos de Florencia, rescato una jornada de larga caminata y las fotos resultantes. Nuestro recorrido, con la Bella, empezó cruzando el Ponte Vecchio, adentrarnos por calles zigzagueantes, mimetizándonos con la “arquitextura” de construcciones medievales, vistas panorámicas del Forte di Belvedere y el Piazzale Michelángelo, para finalizar en la Chiesa di San Miniato al Monte. Recorrido sazonado por vistas del resto de la ciudad, el Arno y los puentes. De regreso al hotel, helados únicos que se encuentran en la Via del Corso.

En Roma, la mentada compatriota se “expone a los cuadros y las ruinas”, pero “no puede sentir nada”; en Santa María del Popolo vio La crucifixión de San Pedro “ni siquiera sabía que estaba allí”; será por eso que pasó por alto otro Caravaggio muy interesante que está justo al frente: La conversión de San Pablo –cuadro al que Picasso rindió homenaje en su Guernica; esto lo dice cualquier guía del museo Reina Sofía–. En el barrio de Santa María del Popolo, la dama no subió al Pincio ni vio, desde sus terrazas, una de las más bellas panorámicas de las otras seis colinas de la ciudad. De las fuentes, no habló, pese a, según su escrito, “estaba en la ciudad de las fuentes”, de ellas rescato cuatro, una por esquina, en la Via delle Quattro Fontane, a metros de la iglesia de Borromini; solo visitarla justifica viajar a Roma.

En la segunda nota separada, el compatriota escritor dijo en una entrevista de su progenitor: “Mi padre, para asegurarse de que no escapáramos de la lectura, se negó a comprar un televisor durante nuestra infancia”. En un libro donde recopila sus notas y ensayos, vuelve sobre este tema del papá lector. Pienso en variaciones estéticas posibles i.e.: “mi padre, para asegurarse que no pudiéramos escapar a la maravilla del séptimo arte, mermó la compra de libros y nos hacía ver sólo películas de Bergman, Eisenstein, Jarmusch y Wenders durante nuestra infancia” o “mi padre, para asegurarse a que no escapáramos al valor supremo de la música, se negó a comprarnos libros y revistas y nos hacía escuchar a María Callas, Caruso, Yma Sumac, Pavarotti y Kiri Te Kanawa todos los días”. A ver, que esto de leer, pintar, música, ver cine o hacer encaje de bolillos, si un uno quiere escapar de presencias autoritarias que imponen gustos es como advierte Ney Mattogroso en la canción Homem con H: “Si corrés el bicho te agarra / Si te quedás el bicho te come” (Se correr o bicho pega / Se ficar o bicho come).

Este tema me toca de manera particular porque mi padre, que además era estalinista de pata negra, aplicó una pedagogía semejante con la lectura. Con valor agregado: para él las historietas eran un invento del imperialismo yanqui, para embrutecer lectores, si me encontraba leyendo alguna la rompía; cuando yo alegaba que era prestada la respuesta era: “ahora tus amigos aprenderán a no prestarte estas porquerías”. Terminé leyendo historietas en casa de unos vecinos donde también veía series de televisión. Sigo fanático de los culebrones, también de Will Eisner, Milton Canniff y Hugo Pratt.

Otra referencia del cuaderno de “probables notas futuras”, en relación con las glosadas.

Por un quítame de allá esas pajas, crítica literaria y asesora editorial, y el caballero se cruzaron en un par de notas. El casus belli: un artículo de ella sobre “escritores de best sellers y escritores de culto”, sus opiniones recopiladas de escribidores best sellers y frequent travellers de suplementos literarios y programas de TV son excelentes. Por su parte, el escritor hijo de padre leído y no incluido por la dama dentro de ese exclusivo y elitista club, replicó al tono. En la respuesta argumentó que él debe ser considerado como autor de best sellers anche como “escritor de culto”. Tesis, antítesis y síntesis hegelianas de café. Mi reflexión acerca de las opiniones de la dama sobre arquitectura y arte en Florencia y Roma, es como dice un dicho de mi provincia “si no sabís, pa’ que te metís”. Del autor de best sellers anche “escritor de culto”, la luz del entendimiento me hace ser comedido.

Entre 1732 y 1758, Benjamín Franklin publicó el Almanaque del pobre Ricardo (Poor Richard’s Almanack), de edición anual firmado con el seudónimo de Poor Richard, en las colonias británicas de Nueva Inglaterra vendía 10.000 ejemplares por año; verdadero best seller de la época. Incluía, aparte de informaciones, aforismos y refranes, muchos aún en uso: “El corazón del necio está en su boca, pero la boca del sabio está en su corazón”, “La mala poesía y los nuevos títulos de honor ridiculizan a los hombres” y “Mejor quedarte callado y que sospechen de tu necedad, que hablar -y, esto lo agrego yo: escribir- y quitar cualquier duda”.

Es saludable para la creatividad encaramarse en la cumbre del ego y adornar el vuelo de nuestro arte y escritura con plumas ajenas.

Con una moraleja Vila-Matiana: “Si quieres hacerte el Roberto Arlt o el Fogwill para épater les cons con lo que escribes, fíjate bien a quien vas a imitar. No elijas como modelo a Pablo Katchadjian, la China Iron o Sergio di Nucci porque te vas a dar una piña”.

 





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El gato de Harry Lime
El gato de Harry Lime

Gatos y perros son las mascotas más frecuentes. Los segundos demandan dedicación, mostrarles afecto, ajustar rutinas hogareñas, actividad al aire libre dos veces por día y portar la bolsita de plástico; se puede concluir que las personas que necesitan dar afecto optan por perros.

Los gatos, son hogareños, pueden pasar su vida sin salir de un departamento, les basta con tomar sol en un balcón, baño con piedritas en algún rincón ventilado, llevan vida independiente; aparecen cuando necesitan mimos o comida, no suelen perturbar con maullidos; autócratas amos de vida y bienes de la casa y sus habitantes.

Personalmente me doy bien con ambos; no soportaría merodeos en patas de sillones, tapizados, libros, o cualquier elemento masticable o arañable. El caso más extremo que vi fue un play boy y cazador, casado con una famosa vedette y que, hace años, me contactó para que lo ayudara a escribir sus memorias. Había dado la vuelta al mundo varias veces asesinando a cuanto animal, considerara digno de embalsamar. En su mansión en Palermo Chico nos reuníamos en un infinito salón del tercer piso donde, desde las escaleras, saludaban cabezas de elefante, rinoceronte y muflón ─cazado junto con el Sha de Irán─. En el estudio, los cadáveres estaban de cuerpo entero, perros y gatos habían destrozado las patas de un oso y de un león, embalsamados de pie; los cuerpos empajados y con ojos de vidrio, remataban en extremidades de las que restaba el armazón de alambre.

Razones más que suficientes para tener gatos y perros sólo como mascotas literarias y cinematográficas. Las primeras son pródigas en adagios. El gato es el ladino, elegido por Schrödinger para su paradoja: un gato encerrado en un habitáculo que, en un instante determinado, puede estar vivo y muerto simultáneamente. En el mundo de los comics, Garfield es mi favorito, omnívoro saqueador de la heladera, degustador de lasañas, duerme todo lo que puede y martiriza a su dueño y al bobo perro Odie. En dibujos animados los gatos juegan el doble rol: los taimados, Si y Am de La dama y el vagabundo; los benefactores Aristógatos.

Sus hábitos sedentarios los hacen compañía de artistas que trabajan en soledad; ideas e inspiraciones aparecen y desaparecen, en silencio, como compañías gatunas. Por ello son asociados a vigilias, artimañas y alertas. En “Poderoso caballero es Don Dinero”, Quevedo nos cuenta: “En casa de los viejos / gatos lo guardan de gatos”, donde gato es una bolsa para guardar dinero y, a la vez, ladrón; por eso, los cacos andan a la búsqueda de casas donde haya gato encerrado. Gato es una herramienta para levantar grandes pesos a poca altura; o una persona noctámbula o astuta; los hay ágiles como gatos. Gato de nueve colas es el látigo de tortura; gata parida, juego infantil; pelagatos, un mediocre y la curiosidad mató al gato.

Poetas y artistas los incluyen en sus obras; El Gato con botas; Osiris en “Orientación de los gatos” de Cortázar; Borges escribió poemas inspirado en Beppo; “Gato bajo la lluvia” es un inquietante relato de Hemingway; y Guillermo Cabrera Infante reflexionó en un artículo sobre Offenbach: “El mundo se divide en dos clases de personas: las que aman a los gatos y las que no saben lo que se pierden por no tener relaciones con un gato”. Baudelaire les dedicó un soneto “Los gatos”: “Los amantes fervientes y los eruditos austeros / En su madurez, aman por igual / Los gatos poderosos y dulces, orgullo de la casa / Que como ellos son friolentos y, como ellos, sedentarios” (Les amoureux fervents et les savants austères / Aiment également, dans leur mûre saison, / Les chats puissants et doux, orgueil de la maison, / Qui comme eux sont frileux et comme eux sédentaires). Poe, en uno de sus relatos, mutila y asesina un gato negro, Matisse acostumbraba a pintar en la cama en compañía de uno pequeño y atigrado y otro negro y enorme.

Estambul es una ciudad que no se concibe sin felinos que la acompañan desde su fundación e inspiraron el bello documental Kedi, gatos de Estambul de la directora Ceyda Torun. Un paseo por la ciudad desde la perspectiva de los gatos, la cámara a nivel del piso acompaña derivas gatunas por calles, portales, entre los pies de los transeúntes, mercados, balcones, techos y azoteas. Una de las ciudades más fascinantes que conozco en un recorrido de ochenta minutos, con gatos de guías, filmado con la sutileza y arte felino de Ceyda Torun. Queda Jones, el gato de Alien el octavo pasajero de Ridley Scott, que retrocede antes que el xenomorfo le dé matarile a Brett y al que Ripley rescata con ella cuando, únicos sobrevivientes, escapan de la nave Nostromo.

Los perros tienen un universo literario y actoral más activo, son carne de perro, baratos y resistentes, dan un humor de perros, y hay que matarlos para que, con ellos muera la rabia. Cuando Ulises regresa de incógnito a Ítaca, luego de veinte años de ausencia, es reconocido por su perro Argos, que lo ha estado esperando, y luego muere. El homicida y querible Montmorency, foxterrier de Tres hombres en un bote sin contar un perro; un serial killer de pollos y gallinas que, en la ausencia de su dueño, era llevado a escondidas por el jardinero a un centro de apuestas porque “mata ratas contra reloj”. Jack London los hace protagonistas en dos novelas como símiles de la naturaleza humana, para resultar fieles como perros. En Viajes con Charley, John Steinbeck narra un recorrido de más de quince mil kilómetros en una caravan, cuando atravesó treinta y cuatro estados solo en compañía de su caniche francés. A lo largo del viaje dialoga con Charley, lo consulta y a veces discrepa. En el cine, dos deslucidos actores: Lassie y Rin Tin Tin.

Un anónimo gato lleva las palmas de la pantalla. En El tercer hombre de Lou Reed, a fines de la Segunda Guerra Mundial, Holly Martins, escritor de novelas wéstern, llega a Viena porque Harry Lime, amigo de infancia, le ofreció trabajo. Al llegar, se entera que Harry ha muerto el día anterior, el jefe de policía, cuando ve que Holly ignora las actividades criminales de Harry, lo pone al tanto de estas. Holly no cree en la culpabilidad de Harry y, convencido de que fue asesinado, se propone hallar los culpables. En busca de información, entrevista a Anna, novia de Harry y frecuenta su compañía.

En algún momento, en casa de Anna, aparece el gato de Harry, ella le explica a Holly que el gato solo se da con Harry; de regreso al hotel, Holly ve al gato y lo sigue; la escena que sobreviene dura poco más de dos minutos. Es narrada por la cámara con planos expresionistas, grandes angulares y claroscuros. De repente, en un umbral en ruinas relumbra un par de zapatos negros, el gato se refriega contra ellos, un spot rompe las penumbras; la cámara en contrapicado sube; pantalón, sobretodo y sombrero orión negros, se detiene en la cara iluminada y los dientes blancos de Harry, el más atractivo y seductor villano del cine negro, le dirige una sonrisa a Holly y desaparece en las sombras.

Pocas veces he visto esa conjunción de personajes, técnicas de cámara y música. Esta escena, antológica del cine negro, es inconcebible sin el fondo del tema Harry Lime, en la cítara de Anton Karas.

 





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Perdidos en Estambul.
Perdidos en Estambul.
La primera impresión de Alí fue que es un sosías de Robert de Niro; pero no se lo dije ese miércoles de febrero cuando, luego de el primer desayuno en el hotel, nos conocimos, sino dos días después.
Tuve mis razones: no teníamos algún tipo de confianza y quería confirmar esa primera impresión acerca del parecido; esperé escrutarlo con discreción. Disimulado para mirar no es mi fuerte, Beatriz me repitió que soy absolutamente descarado. “Ojo de fotógrafo" o de escritor, que es lo mismo, de ninguna manera soy un “descarado”. “Nyet”, responde la bella, “fisgón y descarado”. Aludía a que la cautela para mirar o escuchar a quien o a quienes, me llaman la atención no es mi fuerte, y ahora, con Robert Alí de Niro, debía ser más que cuidadoso, primer viaje a Turquía y no conocíamos las costumbres ¿cómo tomaría mi actitud de fisgón?
Luego de dos días de ojearlo ─cuidando de no aojarlo─ desde distintos ángulos y escorzos estaba convencido, no solo de los rasgos sino en los gestos: Alí no es “un”, es “el” sosías. Más todavía, escribo estas líneas y diría que Robert de Niro a su vez es Alí; y de verlo, el actor creería estar frente a un espejo. El viernes, estaba roto el hielo y Robert Alí de Niro resultó un conserje fino, tan observador como yo; cuando vio que no estábamos interesados en hacer compras y sabíamos lo que queríamos ver y dónde ir, nos reveló lugares, cortadas y pequeños recovecos en las proximidades que nos podrían interesar.
“Oui, oui pas d'achats, yes, no purchases”, decía saltando del inglés al francés cuando nos marcaba en el plano de la ciudad puntos y rincones que no podíamos pasar por alto. Nomas romper el hielo, nuestro concierge resultó tan irónico como su doble ─idéntica risa leve y franca enfatizando la comisura de los labios y arrugando el entrecejo─. El viernes mismo nos dio letra cuando pedimos instrucciones para ir el domingo a la minúscula iglesia de San Salvador en Chora, que si bien nos interesaba, sabíamos que no era un recorrido procurado por turistas alienígenos.
Consultó por internet, imprimió un plano, indicó en el mapa de la ciudad y abrochó el mapa a su impreso. Ofreció conseguirnos un taxi y pedir presupuesto para llevarnos, esperarnos y traernos de vuelta al hotel. Dije que preferíamos ir en transporte público: ¿are you sure; êtes-vous sûrs?, y esbozó la sonrisa de su doble, dijimos que sí. Alí de Niro volvió a su risa leve y franca, nos indicó dónde quedaba la terminal de ómnibus de Eminonu, cuáles nos llevaban y también que era tarifa única.
Recién entonces comenté del parecido: “Not bad, he’s a number one”. Los hechos le dieron en parte la razón, la ida a San Salvador en Chora no fue problema; el problema fue volver. Nos perdimos buscando un ómnibus hasta que dimos con un taxi, pero ya estábamos experimentados en perdernos en Estambul.
La primera vez que nos extraviamos, y mal, al borde de una angustia estimulante pero no por eso menos angustiosa, fue el primer día de estadía, luego de haber conocido a nuestro Alí de Niro. Difícil olvidar la primera visión de la ciudad, ni bien nos hospedamos fue la vista panorámica desde el comedor del hotel, en el último piso junto con el primer desayuno turco, del cual excluimos la sopa. A nuestros pies, los barrios de Sirkeci y Eminonu, al fondo el Cuerno de Oro; a la derecha, el Bósforo y más allá, borrado en el horizonte como un espejismo, se intuía el mar Negro; más atrás, a la izquierda, pasando el Cuerno de Oro, Benyoglu, Pera y la Torre Gálata. Una mampara corrediza con ventanal separaba el comedor de la terraza, refugio de fumadores y de gaviotas; un par de pedigüeñas asiduas, golpeaban el vidrio con el pico reclamando comida. Luego del desayuo le dejamos las llaves a Robert Alí que nos ayudó a ubicarnos en el mapa en el barrio donde estábamos; de inmediato el primer dato geográfico y demanda logística: dónde comprar una botella de vino para la bella y una de raki para mí.
Guardadas las botellas en el cuarto, empezamos el primer recorrido previsto, una pasada para ver las distancias reales de caminata o tranvía ─los mapas suelen ser arteros─ para marcar los horarios de visita a Topkapi, la Mezquita Azul y la iglesia de Santa Sofía. Noté que el camino que seguimos es el mismo del trazado ─ida y vuelta─ de una línea de tranvías. Con los cronogramas de visitas ajustados, continuamos con el plan ya armado en casa antes de partir; la cola para entrar a la Cisterna Basílica nos hizo dejar para otro día las dos columnas con la cabeza de Gárgola invertidas de base. Seguimos hasta el Gran Bazar y, luego de recorrerlo resolvimos salir por el lado opuesto de donde entramos y de allí volver. Para nuestra sorpresa vemos que estamos a la vista de la mezquita Azul, “nos perdimos en el Gran Bazar”, y apuntamos a la Mezquita Azul porque de allí ya sabíamos cómo regresar al hotel.
Nos volvimos a extraviar y preguntamos en un negocio; sabemos que el inglés y el francés ayudan cuando uno no habla turco. “No english, no turkish; russian or greek”, balbucea un vendedor, su voz suena en nuestros oídos como el canto del almuédano, vueltas, vueltas, vueltas y vueltas y llegamos a la mezquita, pero no era la Azul, la Sultan Ahmet, era la Sülemayniye, la de Solimán.
Desde las alturas, en el medio de la angustia creciente atiné a tomar, desde la terraza del patio, un par de vistas panorámicas del Cuerno de Oro. Ahora, como la vista del mar a los espartanos de Jenofonte, el Cuerno de Oro nos tranquiliza, llegando a su ribera sería fácil encontrar el camino del hotel. Fácil pensarlo; hacerlo, no. Los interlocutores que cruzamos, la gente y los policías sólo hablaban turco. La angustia cedió paso a la impotencia. Entendían dónde queríamos ir cuando mostrábamos el mapa; no entendíamos las explicaciones; entendían que no nos podíamos comunicar; con mutuos gestos de impotencia, encogiéndonos de hombros, nos despedimos luego de cada consulta infructuosa.
Recordé a los 10.000 de la Anábasis y el grito que Jenofonte escucha cuando la avanzada baja del otro lado de una colina y ve el mar, las voces de júbilo resuenan hasta hoy al leer el libro. Un recuerdo lleva al otro, ¡las vías del tranvía! Mapa en mano, la pregunta cambia “¿tranway please”, “¿tranvai?”, “evet”, una de las pocas palabras que sabíamos en turco y afirmábamos con la cabeza. Como Judá León, que era rabino en Praga, tranvai, fue el Nombre que es la Clave. Ya en las vías, la segunda palabra, fue el “Sésamo ábrete” ¿Topkapi? Quince cuadras después estábamos en el cuarto del hotel.
La botella magnum de raki duró justo seis días ─un invento mío sin patentar, mezclado con agua caliente es como un grog y acompañado de confituras turcas vale por un cuento de Scherezade─. Ni idea como se dice sacacorchos en turco, tampoco ganas de salir a buscarlo. La botella de vino nos acompañó sin abrir hasta Sicilia, una semana más tarde.
 




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