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Escritor Argentino

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Danilo Albero (Mendoza, 1947). Es licenciado en letras, narrador y librero. Ha publicado los libros de cuentos: Estación Borges (Beas, 1994) y Al mejor cazador (Sudamericana, 2000); y las novelas: Confesiones de un dandy (Sudamericana, 1997), Jorge Newbery el señor del coraje (Sudamericana, 2003) y Variaciones Turner (Bajo la Luna, 2013) -finalista del concurso La Nación-Sudamericana 2005 con el título El Gran Oriental-. Junto con Beatriz Colombi publicó Los ‘trucs’ del perfecto cuentista (Alianza, 1993) -recopilación de  artículos periodísticos y de crítica literaria de Horacio Quiroga- que será reeditado en versión corregida y ampliada. Ha traducido del portugués autores brasileños clásicos y contemporáneos, entre otros: Aluzio de Azevedo (El conventillo, Simurg, 1997 y Amazon 2020), Machado de Assis (Ideas del canario y otros cuentos, Losada, 1993; Memorial de Aires, Corregidor, 2001; Don Casmurro, Amazon, 2020) y Rubem Fonseca, y del inglés a ErnestHemingway, George Orwell y Lafcadio Hearn.

Por su actividad como narrador y ensayista ha recibido premios nacionales e internacionales, entre otros: José Toribio Medina (1986), Primer concurso Play Boy de Cuentos en Español (1989), Primer Premio del Concurso Literario de Cuentos, Fundación Manuel Mujica Láinez Ana de Alvear de Mujica Láinez (1991), Fondo Nacional de las Artes (1993), Primer Premio de Narrativa del Concurso Felix Duarte de Santa Cruz de la Palma (España, 1994), Premio Edenor Fundación El Libro de Ensayo (1999), Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires (1998) y Premio Especial Eduardo Mallea de la Ciudad de Buenos Aires (2007).

Ha coordinado talleres literarios y dictó el seminario “Poéticas y prácticas del cuento” en la Maestría de Escrituras Creativas, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia.

Ha publicado notas en el área de ecología, deportes no convencionales y de alto riesgo, y turismo aventura en las revistas Cuerpos y Mentes en el Deporte, WeekEnd y Supervivencia y Aventura. Ha colaborado en las revistas literarias Maniático textual (reseñas y entrevistas) y Con V de Vian (traducciones); con notas y entrevistas en los suplementos culturales de los diarios Ámbito Financiero,El Cronista, y La Jornada Cultural de México. Desde finales de 2015 al presente publica semanalmente en distintos medios virtuales notas literarias, de arte y ensayos.

Entre 1993-2000 fue miembro de la Comisión Directiva de Cámara Argentina del Libro, donde formó parte de las comisiones de cultura, prensa y comercio exterior. A partir de esa fecha al presente es miembro de la Comisión de Cultura de la Fundación el Libro. Donde ha dictado cursos e integrado jurados literarios.

 

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29 Notas de Joe Turner Plagiadores eran los de antes
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Sirenas en la calima
Sirenas en la calima

Sirenas en la calima.

 

Empecé febrero recorriendo estantes y viendo lecturas y relecturas del 2024 y otras que dejé pendientes. En un volumen de las Obras selectas, busqué una referencia de Miguel Strogoff, primera novela de Julio Verne que leí a los siete años, un libro de la entrañable editorial Tor, tapa blanda ilustrada a color: un cosaco montado en un caballo blanco que está parado en las patas traseras (levade). Era una tarde de invierno y acababa de llegar del colegio, pasé las horas de aula esperando volver a casa para abrirlo y empezar, sentado al lado del brasero; tarde de café con leche, tostadas con manteca, jalea de naranja, y aventuras. Detrás de ese momento afloró otra situación inesperada, el día anterior, la maestra había interceptado una carta mía ─mejor: declaración amorosa─ a la más bella del curso, no tuve la suerte de Miguel Strogoff; el correo no llegó a destino. De cualquier manera el mensaje, aunque alcanzara las manos ciertas, estaba destinado al fracaso; Griselda ─ahora le veo reminiscencias Wagnerianas al nombre─ estaba enamorada hasta las cachas de su galán, un compañero de otro curso del cual no recuerdo nombre ni apellido; sí el rostro ratonil enfatizado por enormes incisivos superiores, resultado del reciente cambio de los dientes de leche, y que le quedaban desmesurados en la cara a la espera que su crecimiento igualara proporciones; algo semejante a las escasas fotos de Thomas Pynchon. Era fanático de las historietas y, suprema elegancia, llevaba el cuello del guardapolvo levantado, como lo solía llevar Steve Canyon en su campera de piloto.

Regresé el volumen a su lugar y concluí que mi novela favorita de Verne, la segunda suya que leí, era ─y es─ la que releí el año pasado, La vuelta al mundo en ochenta días; imposible despegar las facciones de Phileas Fogg del rostro de David Niven en la versión fílmica ─la de 1956 no la olvidable remake de 2004─; pero Steve McQueen, the King of Cool, no habría desentonado para nada en ese papel ─lo recreo con la seguridad y nonchalance del aristócrata bostoniano en El affaire de Thomas Crown.

Acomodado cerca de Julio Verne, El Simplón le guiña el ojo al Frejus, en la primera hoja la firma de una compañera de Facultad de Letras; proteicos claustros de remembranzas y libros; Vittorini cercano a Verne, permaneció olvidado hasta que afloró, como fotos entre las hojas u olvidadas anotaciones en los márgenes. Sabía que una de las versiones de Juan Moreira ─en otro estante─ era de esta compañera; no tengo remordimientos, ella debe tener mi primera Eneida y los fascículos de Seurat, Degas y Rousseau de la colección Maestros de la pintura, de Editorial Anesa, fascículos que, años después, encontré en el puesto de revistas usadas en el pasaje del Obelisco, bajo avenida Nueve de Julio.

Paso El Simplón le guiña el ojo al Frejus y vuelvo sobre otra relectura de 2024, leída casi en simultaneidad con Miguel Strogoff y que, como un vaso de vodka en ayunas, me pegó fuerte. Es Un paseo por la casa de M. de M. Ilin; literalmente desintegrado antes de entrar a la secundaria por infinitas visitas, me había olvidado del libro y, en 2012, apareció por casualidad en la feria de libros usados de Plaza Italia. El autor, un ingeniero ruso, recorre la residencia de una familia común en la década de los ’50 del siglo XX y cuenta las historias que revelan cuartos, muebles, prendas; utensilios y hábitos cotidianos: cocina, comedor, baño, dormitorio, el fogón y las hornallas, espejo, jabón, vajilla, cubiertos de mesa y reloj. El hecho de que el libro hable de un hogar de mediados del siglo pasado ─cuando los relojes eran a cuerda y analógicos, la vajilla irrompible Durax una novedad y cocinas y calefones se prendían con fósforos─, lo hace más fascinante; verdadera arqueología urbana de cinco lustros atrás.

Me acontece relacionar Un paseo por la casa con un poema de Les Fleurs du mal de Baudelaire, releído en 2024, concretamente, el primer cuarteto de Correspondences: La Nature est un temple où de vivants piliers / Laissent parfois sortir de confuses paroles; / L’homme y passe à travers des forêts de symboles / Qui l’observent avec des regards familiers (La naturaleza es un templo donde pilares vivientes / A veces dejan salir palabras confusas; / El hombre pasa a través de la foresta de símbolos / Que lo contemplan con miradas familiares). Ahora la foresta de símbolos es cualquier casa, allí la naturaleza pasó a ser metáfora y, de ella, brotan metonimias y las sinécdoques saltan de rama en rama, o de estante en estante.

Las metonimias cuelgan y trepan como tallos y hojas de enredaderas y las sinécdoques cantan: ahora las plantas son de los pies, porque la gente que es realista y sabe aprovechar las oportunidades tiene los pies bien plantados sobre la tierra; y nos sentamos frente a mesas en sillas o bancos, todos se apoyan en patas; reposamos, dormimos breves siestas, vemos televisión y leemos en sillones, que además de patas tienen brazos, y en ellos apoyamos las palmas de las manos, repentinamente devenidas hojas del reino animal y rematadas en yemas, pero ahora de los dedos; en el respaldar de sillas y sillones apoyamos la espalda que es parte de nuestro tronco; muchas lámparas tienen pies y algunas de sus pantallas son tulipas o tulipanes pequeños; también las copas tienen pies; dientes, tenedores y serruchos; ojos, cerraduras y agujas; hojas, cuchillos y libros; lunas, espejos y anteojos.

Sigo transitando estantes y separo dos títulos a los que pienso volver, de manera sesgada, este año y los acomodé en una pila a la espera que llegue su turno. Son lecturas de la época de cuarentena por el Covid-19: El Decamerón, La peste de Camus, Los novios, Diario del año de la peste. Ahora mi deriva me lleva a viajes literarios, y de los otros, tampoco debo abandonar el estante de libros nuevos no leídos y ellos, con certeza, me remitirán a los leídos.

En este navegar por evocaciones pienso en Penélope, destejiendo de noche lo que urdió durante el día; de la misma manera, cada jornada de lecturas y escrituras me hace avanzar y volver sobre mis pasos; la primera me lleva a la segunda y a transitar por estas líneas. Como la proa de la nave de Odiseo, primer navegante literario, cada página, escrita o leída, es un movimiento que me acerca y me aleja; el de multiforme ingenio, en castigo a que sus marineros, abrieran el odre de los vientos, donde Eolo los había encerrado para facilitar el regreso a Ítaca; liberaron a Boreas, Noto, Euro y Céfiro que, enredados entre velas y jarcias, retrasaron diez años la vuelta a casa. Pero, de no haberlo abierto los nautas, no existirían viajes, aventuras ni relatos.

Así singlar por recuerdos es como un navío cuando navega en un mar con calina y niebla; y lo hace utilizando la sirena para niebla. Alguna vez, en mi breve paso por la Facultad de Ingeniería, estudié y supe las razones por la cual las sirenas para niebla de los barcos usan frecuencias bajas, por eso tienen un sonido grave muy particular, además, grave tiene otras connotaciones; una de ellas es su presencia en nuestras evocaciones, remozadas en el presente. La única manera de hacerlo, sin chocar con otras evocaciones ─que por sus cargas y contenidos bien pueden ser embarcaciones─ requiere activar nuestra sirena de niebla, a la escucha de otras que alerten, para no colisionar como las ondas en un estanque cuando arrojamos piedras.

Porque el tiempo nos roba; pero también nos deja.

 

 





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Escucho con mis ojos a los muertos
Escucho con mis ojos a los muertos

Leo en un diario español una nota sobre el ácido humor e insuperable maestría en el arte de injuriar con juegos de palabras de Quevedo; aunque no siempre, pese a su talento y ser rico hidalgo salió bien parado de agresiones poéticas. Entre 1629 1621 pasó dos años desterrado en la Torre de Juan Abad, propiedad de su familia.

Esta reclusión es conocida por su soneto sobre el diálogo en soledad con la biblioteca: “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos, y escucho con mis ojos a los muertos”.

Los muertos de mi biblioteca gozan de buena salud y nuestras conversaciones avivan deseos por viajar al pasado; a la hora de conversar con difuntos, mi polo norte es el siglo II, allí, de manera ineluctable, recalo en Luciano de Samósata, punto de partida, carta de marear y bitácora, para navegar hacia el presente en diálogos con occisos.

Si algo caracteriza a los escritores griegos del siglo II es la revisión y cuestionamiento crítico que hicieron de su cultura pretérita, búsqueda intelectual que marcó a Luciano y, entre otros, a Filóstrato y Calístrato. Fue una suerte; en los próximos milenios, la santa madre iglesia sentaría el modus operandi de las dictaduras contemporáneas, donde lo que no está prohibido es obligatorio y esta forma de cuestionar la realidad se volvió punible.

En su siglo, sin persecuciones para viajar al pasado, Luciano no dejó mito, tradición literaria ni costumbre social por dar vuelta como un guante para revisar sus costuras. Recaló en lo que hoy llamamos “cultura clásica” en busca de un camino que no copiara o siguiera tradiciones históricas: los viajes de Ulises y Jasón, la filosofía, los sofistas, los juegos olímpicos. Búsqueda y reescritura que le permitió sentar las bases de una manera de abordar el mundo de la ficción y el pensamiento crítico, libre de cualquier canon.

Así creó un nuevo protagonista literario ─par de Edipo o Prometeo─: el Golem; los primeros viajes espaciales, el humor satírico y los mundos absurdos; prefiguró El viaje del Parnaso de Cervantes, y los viajes fantásticos que vinieron: Cyrano, Gulliver, Micromegas y Cándido de Voltaire, las aventuras del Barón de Münchhausen.

Pero la interlocución más fluida ─el hecho de ser imaginaria la hace más veraz─ que relaciona a Quevedo y Luciano está en los Diálogos de los muertos, donde el de Samósata retoma un locus amoenus, de la literatura greco latina, el descenso al inframundo. Treinta relatos donde arremete contra deidades vinculadas al mundo subterráneo, como Hades o Perséfone, y avanza con la tradición homérica y los protagonistas que descendieron al Hades. Ulises con Homero y Eneas con Virgilio quien, en Divina comedia, lo guiará a Dante, en Infierno y Purgatorio.

Luciano continuará con personajes de la tragedia griega, empezando con Tiresias, adivino ciego transexual avant la lettre; fue incapaz de adivinar su destino. Un día Tiresias vio dos serpientes apareándose, intentó separarlas y mato la hembra, a raíz de esto, se convirtió en mujer; años después, volvió a ver otras serpientes en las mismas circunstancias, volvió a golpearlas con su bastón para separarlas y mató al macho, al hacerlo se convirtió nuevamente en varón. A raíz de esta experiencia fue convocado por Zeus y Hera para dirimir una vieja disputa que tenían como matrimonio ¿quién experimentaba más placer sexual, hombres o mujeres? Tiresias respondió que el hombre goza una décima parte del placer que la mujer; Hera, indignada por haber revelado su secreto, lo castigó dejándolo ciego.

Tras rematar con Alejando Magno, Luciano sigue con sus contemporáneos: políticos, ricos, cazafortunas, atletas, filósofos; todos van a parar a la fosa. La bella Helena reducida a una calavera, héroes y políticos del pasado comparten el mismo destino: la igualdad ante la ley (isonomía) de la muerte y del Hades es implacable. Diálogos de los muertos funda otra tradición literaria ─término que a Luciano le habría hecho poca gracia─ que, valga la contradicción, sobrevive hasta el presente.

En la literatura iberoamericana, el primer heredero fue Machado de Assis, quien bebió en la Fuente Castalia de Luciano, paternidad que evidencia en la alusión directa la obra del de Samósata, en sus novelas y relatos, pero de manera evidente en el cuento “Galería póstuma”; el protagonista ausente, Joaquim Fidelis, es, salvando siglos de distancia, un personaje redivivo de Diálogos de los muertos. Una madrugada de junio de 1879 Joaquim Fidelis, querido y respetado por amigos y conocidos, regresa de un baile, registra en su diario las experiencias de la velada, se acuesta y no se vuelve a despertar. En una reunión posterior, su sobrino y cinco amigos se reúnen para recordar al difunto y descubren su diario, resuelven leerlo en voz alta como una manera de volver a conversar con él… vale la pena leer lo que los cinco descubrieron.

Poe en “La conversación de Eiros y Charmión”, ofrece la conversación de Eiros, víctima del apocalipsis, cuando desapareció la vida en la tierra, y Charmión, fallecido diez años antes; el primero le explica al segundo lo que ha pasado en el mundo luego de que dejara este valle de lágrimas, por su parte, Charmión el futuro de ambos en el Edén. En una idea semejante a Poe, Borges, en “Diálogo de muertos” (1957), muestra a Rosas cuando llega al inframundo el día de su muerte, allí lo espera Facundo Quiroga y lo incrimina por ser mentor de su asesinato; Rosas concluye: “esta discusión me parecen un sueño, y no un sueño soñado por mí sino por otro, que está por nacer todavía”, clara alusión a Perón, futurología literaria que anticipa un porvenir tan negro, como otro literario viaje, el de H. G. Wells. En La máquina del tiempo, el protagonista vuelve de una visita al año 800.000, habitado por los Eloi, hedonistas, sin imaginación, destreza física ni inteligencia ─cualquier semejanza con viajeros de las redes sociales en buscas de likes es casual; el futuro de H. G. Wells es hoy─. Por las noches, los Morlocks, tatarabuelos de los actuales y socorridos zombies, salen de las profundidades de la tierra a ganarse el cotidiano y nocturno sustento: los Eloi que se les cruzan ─los imagino, caminando distraídos y chateando en sus celulares antes de ir a parar al asador─. Mejor volver al pasado.

En busca de conversaciones con difuntos, una de mis revisitadas es Antología de Spoon River; otra variante, la historia del pueblo y de sus habitantes contada por los epitafios de las lápidas del cementerio que dialogan entre sí; suerte de comedia humana balzaquiana pero con muertos: el juez corruto que se reconoce culpable, la muchacha violada, el sacerdote que conoció secretos y miserias, el asesino que fue ahorcado, la prostituta que atendió a los ilustres del pueblo, el banquero que estafaba a sus clientes. Los epitafios locuaces hacen aflorar lo inmerso y las vidas ocultas. La muerte ha igualado sueños y pesadillas, logros y frustraciones, verdad y mentira.

Como un toque de difuntos los primeros versos de Spoon River Anthology, redoblan en estas historias de vidas contadas por muertos que sobrevendrán a continuación: “Where are Elmer, Herman, Bert, Tom and Charley / The weak of will, the strong of arm, the clown, the boozer, the fighter?... Where are Ella, Kate, Lizzle and Edith? / the tender heart, the simple soul, the loud, the proud, the happy one?... All, all are sleeping, sleeping, sleeping on the hill. (¿Dónde están Elmer, Herman, Bert, Tom y Charley / el apático, el de brazo vigoroso, el payaso, el borracho, el peleador?... ¿Dónde están Ella, Kate, Lizzle y Edith / la de corazón sensible, la del alma simple, la barullera, la orgullosa, la feliz?... Todos, todos están durmiendo, durmiendo, durmiendo en la colina)”.

 

 





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Seres imaginarios, y no tan
Seres imaginarios, y no tan

Leí en “El País”, de una nueva plaga invasora que alarma a los apicultores del mediterráneo y Estados Unidos la Vespa velutina, avispa asiática, llegada de polizón en cargueros ─adivina adivinador, ¿de qué país?─ con alguna reina fecundada.

Luego de leer un par de notas alusivas navego por la Web, mis recuerdos y experiencias. ¡Voilà mes résultats et mes conclusions!

Este “animalito de dios”, según decires del Mendieta a Inodoro Pereyra, tiene una manera particular de alimentar a las larvas –además glotonas–, abejas melíferas que cazan al vuelo con potentes mandíbulas; separa el comestible tórax y lo lleva a la colmena. Los adultos se conforman con cuanto insecto o arácnido se ponga al alcance de su aguijón ponzoñoso, bastante doloroso para los humanos; virtudes que, dentro de la cadena trófica de los insectos, ubica a la Vespa velutina en el rango de superpredador.

Debuté en el universo de insectos supepredadores con el primer documental que muestra su vida: El desierto viviente de Walt Disney ─inolvidable la danza nupcial de los escorpiones al ritmo de música country─, una de las escenas antológicas es el enfrentamiento entre una tarántula y una avispa, que logra paralizarla con el aguijón y llevarla al nido; sobre la araña inmóvil, pero viva, la avispa deposita los huevos, cuyas larvas se alimentarán de la araña.

En mi realidad citadina, uno de los orgullos de terraza del departamento fue una Santa Rita, las cascadas de flores púrpuras que duraron dos veranos, perversas hordas de orugas pusieron fin a mis veleidades de jardinero; un atardecer, frente a la planta agónica, con un inútil pulverizador de insecticida en la mano, fui testigo de cómo una criolla avispa, cuyo nombre ignoro, luego de clavar su aguijón para paralizar a una oruga que se debatía entre sus patas, remontó vuelo con ella y se perdió detrás de un tanque de agua vecino; El desierto viviente en un décimo piso del porteño barrio de Palermo.

Esta forma, exclusiva de insectos, de mantener a la prole con comida fresca, pero viva, se llama parasitoidismo, incluye manduca de insectos o arácnidos y no involucra necesariamente variedades carnívoras o predadoras. Una flânerie por la Web revela que un diez por ciento de los insectos tienen esta característica nutricia, y se calcula que hay cerca de ochocientas mil especies de insectos conocidas que la tienen como dieta para sus párvulos; bestiario del terror que supera a la imaginación más osada.

En la ficción hay un parasitoide famoso ─aunque es un xenomorfo─ que llegó a la pantalla grande, actuación válida solamente en la primera versión y no en la infame serie que le sucedió: Alien, el octavo pasajero (1979) de Ridley Scott; la escena de uno de los tripulantes que cae sobre la mesa donde está cenando junto sus compañeros y su pecho estalla, para dejar salir un pequeño monstruo extraterrestre que ha sido incubado en el interior de su cuerpo, sigue siendo escalofriante medio siglo después de su estreno.

Vuelvo a la distante escena de parasitoidismo de la que fui testigo en el décimo piso; por su carácter justiciero, la avispa que se cargó a la larva, en ese momento la escena me retrotrajo de nuevo a las pantallas, ahora con El avispón verde, donde el magnate Britt Reid combate el crimen durante las noches, utilizando la identidad secreta de Avispón Verde, pero la estrella era su chofer y mayordomo Kato ─el inolvidable Bruce Lee─ que amasijaba villanos con su artes de jeet kune do.

Siguen las semejanzas la Belleza Negra de Britt Reid, poderoso auto artillado se queda enano frente a la letal Vespa velutina: cabeza negra, nariz y mandíbula amarillas, abdomen negro con franjas trasversales amarillas, vientre con segmentos y manchas anaranjadas, patas y antenas negras con extremos amarillos. Pienso si los míticos cazas de la Segunda Guerra, los esbeltos Focke-Wulf 190, apodado Würger (alcaudón) y el P-51 Mustang, no ameritarían haberse llamado Vespa velutina.

Algunos escritores sucumbieron al socorrido ejemplo de dos literarias especies de ejemplares y laboriosos insectos: hormigas y abejas. De las primeras se encargan las fábulas con Lafontaine en la pole position con su Fábula de la hormiga y la cigarra; de las dos el poeta, dramaturgo y ensayista Mauricio Maeterlink con La vida de las abejas y La vida de las Hormigas. Pero, además de trabajar, cosechando hojas, pétalos, trozos de frutas o carroña, algunas variedades de hormigas desarrollan abominables características humanas: hacen guerras de exterminio o invaden otros hormigueros para someter a esclavitud a las congéneres; crueldad y sadismo empequeñecidos frente a otras maneras de procrear y dejar descendencia; que también hacen al aprendizaje y la creatividad del Homo sapiens sapiens.

Quizás porque para atrocidades los humanos nos bastamos y sobramos, escritores y artistas no han explorado facetas de truculencia de los insectos; que harían huir apavorados al antropófago Polifemo, la macabra Gorgona de cabellos de serpientes que petrificaba con su mirada a los incautos o la asesina Esfinge, que sucumbió a la sagacidad de Edipo ─glosando al mexica de pantallas televisiva Chapulín Colorado, Edipo puede haberse jactado luego de derrotarla: “no contaba con mi astucia”.

Más allá de la imaginación y viajes a través de lupa y paciencia por el universo de los insectos. Nuestra imaginación expresada en mitología y folklore revela un bestiario que desborda el universo de los entomólogos.

Según el diccionario de la RAE bestiario es: “En la literatura medieval, colección de relatos, descripciones e imágenes de animales reales o fantásticos”, en mi opinión la RAE se queda corta; su origen se pierde en la noche de los tiempos. Los bestiarios proliferaron en la mitología griega y, antes, en Babilonia, de esta última sobreviven los bellos mosaicos de la Puerta de Ishtar que se pueden ver en el Pergamonmuseum de Berlín. Ecos de la Puerta de Isthtar reverberan en la Biblia en dos pasajes: el Libro de Daniel y El Apocalipsis; en El Corán, la Sura 17 narra el viaje nocturno de Mahoma, de la Meca a Jerusalén; muchos Hadices ─relatos o interpretaciones, en el marco doctrinal, de vida y reflexiones del profeta Mahoma compiladas por sus compañeros─ dicen que la cabalgadura del profeta en su viaje nocturnal fue Buraq, cuadrúpedo alado ─suerte de Pegaso oriental─ “mayor que un burro, menor que una mula”, y también que el Buraq, podría tener rostro de una bella mujer.

El folklore americano no escapa a la tradición de seres imaginarios, empezando por el difundido licántropo lobizón o lobisonem, herencia europea afianzada en todo el continente, con variantes que van del séptimo hijo varón que se metamorfosea en noches de luna llena a la de Vudú creole, de los pantanos de Louisiana, ahora llamado Rougaroo, hombre con cabeza de lobo pero full-time. Una rápida lista trunca de seres imaginarios sudacas, incluiría al contemporáneo del Caribe y ya transnacional Chupacabras y otros de añeja solera. Uno de Brasil: el Saci Pererê; otro de la Triple Frontera: el Pomberito; y dos de factura nacional: la Mulánima norteña y la andina Chancha con Cadenas. En esta infinita biblioteca de zoología fantástica, mis dos bestiarios favoritos siguen siendo Metamorfosis de Ovidio y El libro de los seres imaginarios, antología de Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero.

El arte, saber y progreso humano recurren a estrategias parasitoides: el conocimiento científico, la sensibilidad y destreza artística; la agudeza e ingenio de escritores, poetas y filósofos, se han nutrido ─y nutren─ de la obra de sus predecesores, que se mantienen vivos en bibliotecas, filmotecas y museos. A estos reservorios alimenticios acudimos al momento de alimentar y asimilar sapiencia y sensibilidad que nos ayuden a inspirarnos.

A la hora de elegir un habitante de bestiarios, por mi hábito de escribir sólo con estilográfica, me identifico con el que habita en las páginas de El libro de los seres imaginarios: “El Mono de la Tinta”; tiene un porte de unos veinte centímetros y “está dotado de un instinto curioso; los ojos son como cornalinas, y el pelo es negro azabache, sedoso y flexible, suave como una almohada. Es muy aficionado a la tinta china, y cuando las personas escriben, se sienta con una mano sobre la otra y las piernas cruzadas esperando que hayan concluido y se bebe el sobrante de la tinta ─yo opto por el Dry Martini─. Después vuelve a sentarse en cuclillas, y se queda tranquilo.”

Eso sí, mi “Mono de la Tinta”, según la colorida ilustración del artista oaxaqueño Francisco Toledo.

 

 





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Políticamente (in)correctos
Políticamente (in)correctos

Este año que termina inauguró la corrección política en el Museo del Prado. Se han modificado títulos de más de mil cuadros y veinte mil de textos cambiando “deforme” o “disminuido” por “acondroplásico” o “persona con discapacidad”, también podrían retitular “enano” por “ser humano de estatura sensiblemente menor de la media”.

El Museo del Prado no hizo más que seguir los pasos del Rijksmuseum, de Ámsterdam que, en 2016, cambió carteles con palabras como indio, enano, esquimal, moro o mahometano y negro, por considerarlos despectivos. El ejemplo más contundente fue Jovencita negra, óleo de un pintor holandés que ya aparece como Mujer joven con un abanico. Imagino a un traductor haciendo una versión en neerlandés de Otelo el beréber de Venecia; por no hablar cuál sería su versión de aquel primer libro de cuentos de Alberto Laiseca que, de ahora en más, devendrá para las futuras generaciones en Matando ciudadanos de estatura sensiblemente menor a la media a garrotazos. Recuerdo, por los años en que vivimos en Brasil, que un diputado tuvo la ilustre idea de pedir que se prohibiera el uso de la palabra morfético (leproso) y se usase hanseaniano (víctima del bacilo de Hansen).

Cinco años antes, de esta movida onomástica en los museos, en 2011, un so-called profesor de literatura de una universidad de Alabama ─semillero del Ku Klux Klan─ había leído varias veces Las aventuras de Huckleberry Finn y llegó a una conclusión digna de Carlos Argentino Danieri; la palabra nigger aparecía 299 veces. Trascartón, una editora de ese estado resolvió publicar su edición políticamente correcta, donde la palabra nigger fue cambiada por esclavo. Una de las argumentaciones de este homínido (i)letrado fue que la mejor amiga de su hija era “afroamericana” y no podía leer Las aventuras de Huckleberry Finn porque le molestaba la palabra nigger, tengo para mí que no podía con él porque se aburría, y esto tampoco es un problema; no creo que sustituido nigger por slave, el libro fuera más del agrado de la amiga.

Olvidó, este golem de Pierre Menard, que en Pulp Fiction de Tarantino la palabra nigger, en boca de niggers es un lugar común. Por eso lo imagino, luego de sus clases de literatura, yendo a comprar zapatos a una tienda políticamente correcta de su ciudad en Alabama: “¿Por favor señor vendedor, quisiera un par de zapatos color afroamericano?”; “Con gusto señor, ¿qué tono de afroamericano?, en este momento los tenemos en Ibo, Mandingo, Bantú, Tuareg, Magrebí, Eritreo, Tutsi y Hutu; “Mire, me lo pienso bien, me llevo unos zapatos color servidumbre apartheid afrikaaner nomás, es mucho más cheto”.

Dios está en los detalles, frase atribuida a Mihes Van der Rohe, sin embargo pareciera que la tomó prestada de Flaubert quien, su vez, la birló a San Agustín; ya no importa quién fue el autor. Sí importa que Dios está en los detalles. Y los detalles están en las palabras. Si Eróstrato entró en la historia ─Marcel Schwob y Sartre dejarán constancia─ por incendiar el templo Artemis en Efeso y hoy todo el mundo sabe su nombre, aunque no el del arquitecto que lo construyó; no será el caso de este dómine. Y mal que le pese a él y a su editor de Alabama, los niggers de Huckleberry Finn seguirán siendo niggers, porque, entre otras cosas, esa novela es un bildungsroman y en ella el nigger esclavo fugitivo Jim le da a Huck lecciones de lealtad, ética, moral y amistad. Y Dios sigue en los detalles porque nigger is beautiful, el racismo no está en la palabra sino en quien la lee y pretende imponernos su acepción; pasando por alto, también, por qué el autor, en su momento, la eligió.

Pero el arte, como en la letra de la canción de Rubén Blades, Pedro Navaja, “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”. Antes de toda esta revolución de lo políticamente (in)correcto, en 2001, un negro de verdad, Percival Everett, académico con un master en escritura creativa por la Universidad de Brown ─que para más inri tuvo como fundador un potentado traficante de esclavos─ escribió Erasure (2011), traducida, ese mismo año, como X, novela que tuve la suerte de comprar en Madrid.

La historia es más desopilante que las películas de Tarantino, el protagonista, Thelonious Ellison es profesor universitario, tercera generación de académicos, narrador y negro, graduado en Harvard con honores, amante de la música de Mahler, su narrativa está influenciada por el nouveau roman y el teatro de Eurípides. Pero sus novelas no son lo bastante “negras” para el gusto de la industria editorial: no escribe relatos ambientados en ghettos de negros, que consiguen anticipos de millones y acaban adaptándose en Hollywood. Un día, harto, empieza a escribir en esa línea, pero con seudónimo, sus personajes, negros, son ladrones, cafishos, drogones, violadores y prostitutas; éxito editorial porque expresan la “voz de la negritud”.

Pero en 2021 y 2024 Percival Everett multiplicó el envite con The Trees (Los árboles, en español, 2023) y James (James en español, 2024). En Los árboles, en un imaginario pueblo de Mississippi, pueblo chato habitado por blancos mersas, aparecen cadáveres de tipos blancos, al parecer han sido ahorcados con alambres de púas oxidados, algunos con la cabeza tan machacada que se le ven los sesos, a otros le han arrancado las bolas, que las tiene en la mano el negro que aparece parado a su lado en una foto; siempre es el mismo negro en todos los crímenes; aparentemente, el negro es un cadáver anónimo, secuestrado de la morgue cada vez que un asesinato lo requiere. Que el pueblo sea del estado de Mississippi, cuyas masacres de negros ─y blancos defensores de sus derechos─ fueron magistralmente llevadas a la pantalla en Mississippi en llamas (1988), puede ser una coincidencia, tengo mis dudas.

En James hay otra visión de la esclavitud, es una reescritura de Las aventuras de Huckleberry Finn, pero ahora narrada por Jim, no por Huck, y solo en las escenas que Jim figura en la novela de Mark Twain; Jim es el esclavo fugado, al enterarse de que su dueña lo va a vender, separándolo de su familia, que intenta llegar a Illinois, estado no esclavista, ganar dinero y rescatar a su familia.

Inesperado cambio de perspectiva, similar a los relatos de Historia universal de la infamia. Mark Twain, sin dudas, era antirracista, pero narra como hombre blanco; este nuevo punto de vista equivale a la toma del poder de los negros y también su voz al momento de contar la verdadera historia. Pasado y futuro son gracias exclusivas del género humano, no hay vertederos para historias desguazadas; lo que ayer era acerbo de ahora en adelante puede ser placentero, como un festejo de año nuevo.

Nigger is beautiful, más contundente que los Panteras Negras, los cambios de títulos en las obras de arte de los museos ─se me olvidaba Diez negritos de Agatha Christie por Eran diez─ y el paleto profesor de Alabama que reescribió Las aventuras de Huckleberry Finn.

 

 





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Arte virtual terraformado
Arte virtual terraformado

Hace ocho años leí un par de artículos en la página web de Scientific American, que me hicieron pensar en lecturas y cuadros y, en ambos casos, no pude soslayar la correspondencia de estas notas con la actividad del pintores y escritores. Los resumí en un documento Word a la espera de que maduraran; acudo a ellos.

El primero de los artículos, en tono de ciencia ficción que bien podría haber sido escrito por Julio Verne, era cuasi bíblico, para científicos más longevos que Matusalén.

La nota describe como “terraformar Marte”, proyecto que exigirá tornar más densa la atmósfera y aproximarla a la terrestre y, también, elevar su temperatura; bastarían apenas algunas explosiones termonucleares en los polos, lo cual aumentaría la cantidad de anhídrido carbónico en el planeta para lograr un “efecto invernadero”. Luego de esperar unas décadas, el cambio licuaría gran parte del agua congelada bajo la superficie para hacerla aflorar. Con este primer paso estaríamos en el segundo día del Génesis 1:6-9: “Hizo Dios el firmamento, y apartó las aguas que estaban debajo del firmamento, de las aguas que estaban sobre el firmamento”.

No ya un día bíblico, sino décadas después, cambiada la atmósfera marciana, se procedería a la primera “siembra selectiva de microbios” terrícolas. Nuestro planeta está repleto de ellos y con gran diversidad genética, impregnan rocas e interactúan con la química de los suelos; habría que investigar qué ecosistema de la tierra se aproxima a la realidad de Marte y “sembrar” el cuarto planeta con microbios para que se reprodujeran y así hacer la big remake del tercer día bíblico Gen 1,9): “Dijo asimismo Dios: ‘Produzca la tierra hierba verde y que dé simiente y árboles frutales’ ”. El resto, venía cantado para Scientific American.

Escritores, plásticos, fotógrafos, músicos y cineastas hacemos otro tanto en nuestros procesos creativos, “terraformamos” modificando entornos y entremezclando distintas artes. Además, el proyecto de ciencia ficción de Scientific American refería a un concepto de biología que me hizo viajar en el tiempo, a materias de mis años de secundaria, zoología ─hibernación─ y botánica ─latencia ─. En el reino animal algunas especies se alimentan en exceso durante verano y otoño y acumulan reservas ─el fatigado ejemplo son los osos; también, murciélagos, algunas larvas y caracoles─. Cuando llega el invierno, buscan refugio en lugares abrigados y quedan adormecidos, en estado de suspensión de las actividades vitales reduciendo el metabolismo al mínimo. En esos meses consumen reservas acumuladas para “revivir” en primavera. Más interesante y complicado es la latencia del reino vegetal, hay semillas, bulbos o esporas que permanecieron siglos esperando la oportunidad para florecer.

El otro artículo que relacioné con “terraformar Marte”, fue el del “agua virtual”, concepto desarrollado en 1993 por el profesor John Allan de la London University y por el cual recibió el Stockholm Water Prize en 2008. “Agua virtual” es la que no vemos pero se utiliza para fabricar cualquier producto hasta que llega a nuestras manos. Una taza de café contiene 140 litros de “agua virtual” incluido el cultivo, procesado de granos, empaque y transporte. Un jean demanda 11.000 litros; una tonelada de papel entre 200 y 300.000; una hoja de papel A 4, contiene, según cálculos más o menos apocalípticos, poco más de medio litro de “agua virtual”; un kilo de carne vacuna, 16.000. A la luz de estos dos artículos pienso ¿cuántos libros yacen en “estado de hibernación” o de “lecturas virtuales” detrás de un cuento o novela?; ¿cuántos cuadros detrás de un cuadro, cuántas películas detrás de una película?

En un reportaje para New Yorker que le hizo Dorothy Parker a Hemingway en 1929 le preguntó cuáles eran los escritores que lo habían influenciado. De la lista de Hemingway recuerdo a tres: Velázquez, Goya y el Bosco.

Tres años después de la entrevista, en Death in the Afternoon, Hemingway cuenta el viaje a la ciudad de Aranjuez para ver corridas de toros y su llegada: “There are avenues of trees like the background of Velazquez canvasses...” (“Hay avenidas de árboles, como en los fondos de los lienzos de Velázquez...”). A medida que avanza por la villa, Hemingway describe vendedoras callejeras que ofrecen frutillas y espárragos, la oferta de comidas y vino Valdepeñas en las tabernas que bordean la calle hasta la plaza de toros. Allí los recibe una multitud de mendigos, tullidos y mutilados para concluir: “The town is Velázquez to the edge and then straight Goya to the bull ring.” (“La ciudad es Velázquez y luego Goya hasta la plaza de toros”). Por último, la apuesta final de Hemingway en su libro póstumo Islas en el golfo; el protagonista, Tomás Hudson, alter ego del escritor, es un famoso pintor. Durante el almuerzo en una taberna, el propietario sugiere a Tomas Hudson que pinte un gran mural en una vela representando un huracán y trombas asolando la costa, castigando a moradores y pescadores negros. En un pasaje de cuatro carillas el tabernero describe e inventa un tríptico de El Bosco. Tomás Hudson concluye: “Había un hombre que se llamaba Bosch y que pintaba muy bien en esa línea”.

Siempre en el campo de “las artes plásticas virtuales” o “artes plásticas en hibernación”, que reviven en literatura, imposible dejar de lado “Oda a una urna griega”. O fantasear acerca de cuantos cuadros latentes o virtuales hay en la obra de Gogol.

Mantengo, vívida, mi primera experiencia con el Guernica de Picasso, en 1978 ─entonces en el MoMa de New York─; un amor a primera vista ─mucho después le dediqué un cuento─. Al año siguiente volví a enfrentarme con el óleo y ya sabía algo más; es el cuadro que más veces he visto en mi vida. A las dos visitas en New York le sumo su primer destino en Madrid: el Casón del Buen Retiro y siete veces más en el Museo Reina Sofía. La novena en el 2019 en compañía de Beatriz; un satori.

Al momento yo portaba más de 40 años leyendo sobre él, visitando museos, acumulado en mi experiencia visual, cuadros, esculturas, edificios y puentes; había transitado una maestría en historia del arte. De la exposición Barcelona and Modernity en el Met de New York en el 2007 traje el catálogo con un capítulo dedicado a la “Exposición de Arte y Tecnología” de 1937 en París, donde se exhibió por primera vez el Guernica. También, en aquella exposición, vi una maqueta del Pabellón Español donde se indicaba dónde se expuso el óleo. Sabía de las “pinturas virtuales” que estaban “latentes” en él: el Goya de Los fusilamientos del 3 de mayo, el Rubens de Las consecuencias de la Guerra, el Delacroix de La matanza de Chios, el Gericault de La balsa de la Medusa, el Geni de La Matanza de los inocentes, el Caravaggio de La conversión de San Pablo. Bien podía decir le Guernica, c’est moi.

En febrero de 2019, en la visita al Museo Reina Sofía, frente al cuadro, Beatriz propuso que escucháramos lo que decía la guía que acompañaba a un grupo de visitantes. Luego de otorgarnos un par de minutos para que asimiláramos la experiencia visual, dijo: “Ahora, antes que nada, observad los ollares y dientes delanteros del caballo que relincha despavorido debajo de la lámpara que puede ser un sol, al centro del borde superior, vistos aislados, representan una calavera”. Como San Pablo al momento de su conversión, enceguecí y me caí del caballo.

Sólo que San Pablo iba caminando hacia Damasco antes de su ceguera temporaria y conversión. Caravaggio lo hizo cabalgar y caerse; y así, con la espada rota, está el guerrero en el Guernica, debajo del caballo con los ollares en forma de calavera.

 





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