Soy un fisgón genético. Cuando viajo en ómnibus o subterráneo me desespero por saber el título del libro que leen esporádicos bibliófilos ─especie en extinción; la mayoría no aparta los ojos de pantallas─. Otro tanto me pasa cuando camino y suelo encontrar las cosas extrañas. Un par de veces fueron aros solitarios o dijes ─algunos de oro ─, el más valioso fue en el andén del sube en estación Catedral, una pulsera de plata con incrustaciones de rodocrosita, hallazgo que, convenientemente pulido y en una cajita fue el regalo de cumpleaños de una sobrina adolescente. Otra vez fue una bufanda de lana tejida a mano, que continuo usando. Pero, sin dudas, lo más preciado han sido palabras. Las palabras y trozos de conversaciones; valiosos hallazgos para quien busca reciclarlos en futuras escrituras.
Este año ha entrado en mi biografía como el más complicado de resultas de una lesión en los tendones del hombro derecho, el 3 de enero, que exige un tratamiento de rehabilitación más que largo; y hoy lunes, día del trabajador, contabiliza dos meses de fisioterapia y rehabilitación, de un clínicamente estimado semestre de tratamiento de recuperación.
De la consulta de la semana pasada al traumatólogo, esta vez a raíz de un calmante que me produjo una reacción alérgica que requirió otro medicamento, me traje una palabra desconocida: alopía; cuyo significado no fue fácil; la anoté en la portadilla de La deriva de los héroes en la literatura griega de Carlos García Gual. Y alopía, como una brújula apoyada sobre un imán, no me indicaba el norte; o algo. Al final entreví que, como carteles cambiados en los cruces de calles, la tilde estaba mal puesta, y no iba sobre la i y no era tilde o acento sino un virgulilla que estaba atravesada sobre la ele, que se transformó en te: el nombre que es la clave es atopia.
Atopia o mi personal “reacción anormal de hipersensibilidad frente a diversos alérgenos” –la RAE dixit– es una palabra nueva, acuñada en 1923 por un clínico tan especialista como filólogo; la creó emparentándola con el término griego atopia (anormal o raro). Este año mi atopia viene cumpliendo horas extras porque se sumó a las alergias a cualquier tipo de árbol o planta con el que me cruce cuando camino por la calle o el aroma de jabón o detergente o perfume –por no hablar de ciertos olores en transportes públicos, las prendas de algunos de los habitantes de la Reina del Plata no frecuentan los lavarropas–; en cualquier momento o lugar me acicatean paroxismos de tos, a la vez que se me tapan las fosas nasales y, a veces, me hacen lagrimear como una llorona profesional.
No soy inmune a los prejuicios y siempre pensé que el peor prejuicio era no tenerlos, o tenerlos inmutables. Y estos prejuicios forman parte de mi vida de librero y se suman a mi dolencia que no podría ser cortada más a medida de mi talla. Con las lecturas me pasa lo mismo que con la nariz: hay textos o autores consagrados de la literatura argentina contemporánea que de sólo ojearlos me provocan metafóricas o poéticas e hiperbólicas rinitis, laringitis, espasmos bronquiales, disneas y dermatitis. No me pasa lo mismo con el arte ni la arquitectura, es una patología literaria.
Sin embargo, y pensándolo bien, es una predisposición congénita, así como las atopias son más frecuentes en personas con antecedentes alérgicos –en mi caso tuve abuelos y padre asmáticos y alérgicos–. Con las lecturas y aficiones artísticas pasa otro tanto; el primer libro, no infantil, que recuerdo haber leído allá por los diez u once años, junto con Julio Verne y Emilio Salgari, fue la pasteurizada Mitología griega y romana de J. Humbert, literalmente desintegrada, luego de infinitas relecturas, a la que siguieron, La Ilíada ─en primer año del secundario fue la traducción de Juan Bergua– y, hasta el día de hoy, tragedias y comedias griegas y romanas, continuando por el renacimiento greco latino de los siglos I y II de nuestra era que sigue nutriendo la literatura contemporánea.
Años de librero no hicieron más que acentuar esta atopia y, con el correr del tiempo, tiendo a refugiarme en autores clásicos y contemporáneos de alto peso atómico. Le escapo a gran parte de los promocionados por los críticos y lectores cazadores –o descubridores– de hallazgos literarios ex nihilo o promovidos por alguna de las tantas parroquias literarias o editoriales nativas. En visitas a librerías de colegas me limito a ojear las novedades literarias nativas, leer un par de páginas al azar; mi atopia hace el resto. El resultado es que, salvo algunos ya considerados hors concurs, “la profusión de flores daña las ramas, el exceso de carne lesiona a los huesos”; palabras más, palabras menos, es lo que dijo Horacio en su Epístola a los Pisones, incriminando a los hijos de Pisón cuando, para escapar al ocio y pasar por eruditos, se lanzaron a escribir tragedias –Borges diría “perpetrar tragedias”.
Luego de mi búsqueda de le mot juste para mis alergias, antes de empezar estas líneas, corregí en la portadilla de La deriva de los héroes en la literatura griega, alopía por atopia.
En el acto segundo de Hamlet, Polonio se encuentra con Hamlet con un libro en las manos y le pregunta que lee: “Palabras, palabras, palabras” (words, words, words). Con esa triple repetición, Hamlet sugiere que lo que está leyendo no tiene ningún sentido.
Creo que él también tenía sus atopias literarias.
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