Hace algunos años, leyendo una novela de Pierre Lemaitre, recibí una lección ejemplar a mi manera de leer. Cuando empecé con Nos vemos allá arriba, me atrapó la trama y la cantidad de personajes que iba involucrando, al llegar al capítulo 9 me interesó saber cómo terminaría.
Busqué el índice, pero la novela no lo tiene. Empecé a hojearla página por página y escribí, al inicio, debajo del título, uno en lápiz indicando donde comenzaba cada uno de los 42 capítulos y el epílogo. Más tranquilo volví al capítulo 9 y de allí directo al 42. Pero, al leerlo me enteré de la existencia de Pauline, que no había aparecido todavía en el 9. ¡Chapeau al ardiloso Pierre Lemaitre!; me tendió una trampa tan artera como la armada por Red Scharlach a Lonrröt y que es una prolepsis ─“Es verdad que Eric Lönrrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó”.
Uno de mis esquemas narrativos favoritos es la anticipación o prolepsis, figura retórica que consiste en comenzar un relato por el final en vez del esquema secuencial principio (ab initio), medio (in media res) y final (in extrema res). Y la prolepsis se presta como anillo al dedo al género cuento y relato; pero también para titular una crónica policial: “Sorpresa para los tres ladrones. Un final inesperado en su planificado asalto relámpago”.
En el caso de cuentos, esta prolepsis al inicio de Ambroice Bierce me parece difícil de superar: “Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó vivamente en esa época.”, comienzo de Una conflagración imperfecta, que lleva, como una carnada, al lector a morder el anzuelo y no abandonar el relato.
Al correr de estas líneas me acude otra prolepsis magistral en el segundo duelo del Martín Fierro. Luego de una breve descripción del boliche y el ingreso provocador del guapo que: “a la llegada metió / el pingo hasta la ramada” y continúa con sus atropellos; pero: “¡Ah pobre, si el mismo creiba / que la vida le sobraba! / Ninguno creiba que andaba / aguaitandolo la muerte”.
Esta manía particular ─y para muchos amigos, abominable─ de, empezadas las primeras páginas, saltar al final para saber cómo va a terminar lo que estoy leyendo, se debe a que soy un ansioso compulsivo y quedarme atrapado en la intriga que el autor crea para despertar el interés del lector me distrae de su estilo y vocabulario. Con respecto al vocabulario agrego otra manía, padezco nomofobia ─neologismo acuñado hace un par de años en Inglaterra, un acrónimo de no-mobile phone phobia, miedo irracional a estar sin celular─. En mi caso se aplica para el uso de diccionarios, de los cuales en mi celular tengo links con tres, de manera que, cuando estoy leyendo cualquier cosa y no sé cuál es el sentido de una palabra o expresión no puedo continuar hasta saber el significado.
Mi recuerdo más distante de esta manera de leer me llevan, allá lejos y hace tiempo, al secundario cuando, por la mitad de Orgullo y prejuicio, salté al final del libro para saber si el fato de tiras y aflojes de la señorita Elisabeth y el señor Darcy terminaba en el altar con la marcha nupcial y desde allí se me hizo hábito que continuó con Feria de vanidades. El caso extremo se me da con las novelas policiales, género del cual no soy devoto pero, si se da el caso, empiezo el libro por las últimas páginas y luego sigo tranquilo por el comienzo. In altre parole, la prolepsis me evita una cita a ciegas con el texto.
Pero hay otros relatos con prolepsis que son de rilar y casi insuperables en narrativa, sobre todo porque el público que lo consume ya no es un lector, inquieto o no, que disfruta o sufre ─ los masoquistas forman una tribu muy grande dentro del universo de los lectores─. Me refiero a ciertos discursos políticos en los cuales hay que tener agallas para recurrir a la prolepsis y pienso en aquel famoso y comentado comienzo de Churchill en su discurso del 13 de mayo de 1940 en la Cámara de los Comunes: “I have nothing to offer but blood, toil, tears and sweat. We have before us an ordeal of the most grievous kind. We have before us many, many long months of struggle and of suffering.” (No tengo nada que ofrecer sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor. Tenemos ante nosotros una ordalía muy penosa. Tenemos ante nosotros muchos, muchos y largos meses de lucha y de sufrimiento). De poner los pelos de punta, como leer La pata del mono.
Pero no conozco novelas que comiencen por el final, pero el Tristam Shandy se podría tomar como un intento para nada descabellado. Aunque podría entenderse como prolepsis, la extensa descripción al principio de cada capítulo en las novelas que se publicaban en el siglo XIX, primero por entregas y luego compiladas en forma de libro, y que también aparece en el índice. El que me acude es el de una novela de Julio Verne que terminé de releer, La vuelta al mundo en ochenta días: “Capítulo 1. En el que Phileas Fogg y Passepartout se aceptan mutuamente, uno como amo y otro como criado”. Pero el comienzo de La isla misteriosa, es magistral: “Capítulo 1. El huracán de 1865. Gritos en el espacio. Un globo arrastrado por una tromba. La envoltura desgarrada. Nada más que el mar a la vista. Cinco pasajeros. Lo que ocurre en la barquilla. Una costa en el horizonte. El desenlace del drama.”
Aunque este recurso aparece ya en la primera novela moderna, Don Quijote de La Mancha donde, además, el autor utiliza las tres formas de narrar en el desarrollo del relato: ab initio, in media res e in extrema res. Con esto nos revela que la prolepsis no necesariamente deber figurar al comienzo, puede aparecer en el medio, de cualquier manera su efecto siempre es fuerte y sacude, anticipa un final que no siempre es el que el lector imagina.
Lo que me llevó a estas analectas de reflexiones sobre la prolepsis fue terminar con la novena ─y, me he jurado, última─ reescritura de una novela, donde en el índice, que ubico al comienzo como el que escribí en lápiz en la página del título de Nos vemos allá arriba, sigo el esquema de los de Julio Verne y Cervantes.
Vuelvo al comienzo de Una conflagración imperfecta y se me ocurre un microrrelato perverso ─que habría hecho las delicias de algún personaje de Fogwill─ que podría cerrar con uno de los finales sugeridos por Horacio Quiroga en su Manual del perfecto cuentista: “El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para los personajes.” Veamos: “Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó vivamente en esa época. El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para los personajes.”
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