Salí con atraso de casa y tomé un taxi. En el primer semáforo en rojo una pareja, madre e hija adolescente, cruzó por la senda peatonal. La joven calzaba una deplorable ojota de cuero decorada con pedrerías o bijouterie, muy fancy. Y escribí "calzaba una deplorable ojota", porque la otra -rota- la llevaba en la mano. Lo primero que pensé fue en la historia y evolución de las prendas adecuadas para caminar. Fueron los antiguos romanos quienes perfeccionaron el arte de la manufactura del calzado y crearon los primeros zapatos y botas cerrados conocidos: calcei. Los legionarios usaban calcei, con suelas reforzadas con clavos de hierro o bronce, dicen que suelas de este tipo soportaban unos mil kilómetros de caminata por todo terreno.
Además, las clases acomodadas romanas eran las únicas que podían permitirse el lujo de usar calcei cuando se desplazaban por la calle -el resto: descalzos o con sandalias-; cuando iban a una fiesta o a casa de algún amigo, los pudientes, hombres y mujeres, iban acompañados por un esclavo que portaba sandalias aptas para la ocasión, que se colocaban al llegar a destino. Las sandalias de las bellas solían estar ornadas con perlas y decoraciones de oro y plata para lucir sus piececitos enjoyados. Al parecer los romanos también inventaron la podofilia como variante del fetichismo.
Durante siglos el acceso a botas o zapatos cómodos y adecuados fue un privilegio de adinerados, y era frecuente que la gente con menos recursos anduviera descalza, y sólo se calzara en circunstancias extremas. En 1850 Isaac Singer patentó la primera máquina de coser, invento que revolucionó la confección de ropa. Seis años más tarde, Gordon McKay patentó una modificación de la máquina de Singer apta para coser suelas y capelladas de cuero, invento que revolucionó la industria del calzado y democratizó el uso. Hasta ese momento era frecuente que zapatos y botas se fabricaran de manera simétrica y se pudieran usar de manera indistinta en el pie derecho o el izquierdo. La Guerra Civil de los Estados Unidos (1861-65) trajo aparejado, del industrializado bando de la Unión, la estandarización de medidas para la confección de ropa y calzado, éste último cosido con las perfeccionadas máquinas Blake-McKay; así apareció la numeración de tallas para zapatos.
Escribo estas líneas recordando a la joven con una sola sandalia y lo primero que pensé fue en el tiempo que le llevó a la humanidad acceder sin restricciones al uso de calzado, una adquisición de confort -o acceso a un bien de primera necesidad- que tiene menos de dos siglos de vida. Stendhal y Tolstoy han dejado constancia de la práctica de quitarles las botas a los soldados -amigos o enemigos-, muertos durante las guerras napoleónicas. Nuestro Cándido López registró, en algunos de sus cuadros de la Guerra del Paraguay, la misma práctica y, más reciente, en la segunda guerra mundial, dos de los trofeos más cotizados entre los soldados aliados eran las pistolas Luger y las botas de los paracaidistas alemanes. Sin embargo, en meses de verano, es muy frecuente ver pies de ambos sexos lastimados y llenos de apósitos; por usar sandalias, u ojotas, en vez de zapatillas o zapatos livianos y medias de algodón, más aptos para largas caminatas.
Jasón -la segunda historia que pensé cuando vi a la joven con una deplorable ojota de cuero en la mano- llegó de regreso a Yolco calzando una sola sandalia, había perdido la otra al vadear un rio ayudando a la diosa Hera. De haber tenido la posibilidad, sin duda Jasón habría optado por livianas botas de trekking.
De vuelta, camino a la estación de subterráneo, vi una cuadrilla de obreros arreglando la vereda. Dos de ellos, envueltos en nubes de polvo, cortaban baldosas con una amoladora. No usaban gafas ni máscaras para protegerse del polvo -estaban acomodadas al lado de sus cascos-. Cuenta Heródoto que los cnidios intentaron abrir un canal a lo largo del itsmo que separa la Cnidia del continente para aislarse de sus enemigos, pero los trabajadores "padecían en todo el cuerpo, especialmente en ojos y narices" por la polvareda que se levantaba al romper la piedra. Consultado el oráculo acerca de los sacrificios e invocaciones a los dioses, que serían necesarios para lograr su objetivo, recibieron -algo poco frecuente- una respuesta sin ambages de la Pitia sobre el futuro del itsmo: "Ni canales ni muros en el itsmo / Zeus la formará isla si quisiere". De haber tenidos gafas y máscaras protectoras, los cnidios no habrían pensado en acudir al oráculo.
Ya en el vagón del subterráneo, reparo que es una de las raras posibilidades que he tenido de viajar sentado. Era el único que tenía un libro y un lápiz en las manos; el resto, la mirada fija en las pantallas de sus celulares. Abro el libro a la altura de mi cara pero no leo, observo al resto de los pasajeros. Algunos matan el tiempo con algún juego, la gran mayoría chatea. Dos jóvenes intercambian mensajes de texto y comparten imágenes de las respectivas pantallas; en varias oportunidades juntan las cabezas sonríen y sacan una selfie que, de inmediato envían a sus amigos. La de la derecha, de boca grande, dientes perfectos y labios pintados de rojo furioso, en más de una oportunidad sonríe y saca la lengua, siempre la misma pose y encuadre, antes de sacarse una selfie, sola o con su compañera que, trascartón, envía por chat.
Apolonio de Rodas nos habla de un pueblo de Anatolia, los Morinecos, cuyos habitantes tienen la costumbre de realizar en privado todo lo que está permitido hacer al aire libre, en medio de la población o en el ágora. En cambio, lo que hacemos en nuestras habitaciones privadas, ellos lo hacen puertas afueras, sin vergüenza alguna, en el medio de las calles: "ni siquiera es privado el contacto sexual, que lo realizan como cerdos en el medio de los campos".
Imagino a los Morinecos del siglo XXI, haciendo streaming en las redes sociales, al momento de su actividad sexual -solos o acompañados, en pareja o en grupo-, o subiendo fotos de sus deposiciones en los inodoros. Y también a los Morinecos contemporáneos, compañeros del vagón de subterráneo, enclaustrados en la intimidad de sus dormitorios, puertas y ventanas cerradas, cortinajes corridos, tapados los agujeros de las cerraduras, sacar de un escondite secreto de un guardarropa un libro y, tapados con las sábanas, leer en la clandestinidad. Como los forajidos de Farenheit 451
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