Mi primera aproximación a las reflexiones o graffiti escritas en las paredes de los baños -en aquel entonces el diccionario de la RAE sólo se publicaba en papel y no había incorporado la palabra grafito- fue en un retrete de la primaria, una cuarteta octosílaba que empezaba: "En este lugar sagrado / Donde acude tanta gente..." .
Hace dos años empecé a fotografiar algunos graffiti -prefiero esa palabra a la homógrafa "grafitos"- que me parecieron ocurrentes y armé un archivo; de puro distraído, los borré. Tengo el hábito de salir con mi ocultable -en la "reina del Plata" los motochorros te arrebatan hasta los pensamientos- Fujifilm Mirrorless, y resolví retomar el hábito de registrar graffiti de baños públicos. El 23 de marzo pude fotografiar el primero de la nueva serie en un excusado de la estación de ferrocarriles Termini de Roma; por suerte, oportunamente pertrechado de un paquete de Fazoletti in pura ovatta di cellulosa. Y escribí "oportunamente pertrechado" porque en el cubículo, pese a que la entrada cuesta un euro, no había papel higiénico y andá a quejarte al encargado, que seguro no entiende español, con los pantalones y los lienzos por los tobillos; todo esto, previo a la operación de salir del baño. Volveré sobre este punto.
Resuelta la demanda que me llevó a encerrarme en el retrete, demanda que Cervantes explica tan elípticamente bien en el capítulo XX Don Quijote de la Mancha cuando a Sancho "le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él", tomé una foto del anuncio que estaba a la altura de mis ojos en la puerta. Era el de un señor, pasivo, que buscaba jóvenes activos, entre 18 y 40 años bien dotados y complacientes a los cuales prometía generosos honorarios a cambio de sus exigencias, cuidadosamente detalladas. El graffiti aclaraba -innecesariamente-: "Sono di Napoli". Que hasta en los baños hay lugar para definir odios regionalistas.
Lo de los Fazoletti y baños pagos, dado el lugar donde me tocó meditar el tema, me trajo a cuento las referencias históricas y literarias que ligaban la acción y el lugar -hay que hacer un curso para quitarse, en un retrete de una estación de trenes o aeropuerto, el abrigo y la chaqueta, y colgarlos en un único gancho, previo esquivar la valija con rueditas, todo esto en un cubículo rectangular poco más de dos metros cuadrados, la mitad de ellos ocupados por el inodoro. Ya sé que no es políticamente correcto hacer esta recomendación; pero, en estos casos, lo mejor es optar por los baños para discapacitados muchísimos más generosos en términos de Lebensraum-. La primera conclusión, y dado mi "enclaustramiento fisiológico", fue la esperable de una rata de biblioteca de mi calaña: cuando yo era chico en Chile baños públicos se llamaban "vespasianas". Del origen de este nombre me enteré años más tarde leyendo Vidas de los doce césares, por aquel impuesto que el emperador Vespasiano impuso a la orina -que por su alto contenido en amoníaco era utilizada por curtidores e hilanderos- recolectada en los baños públicos de Roma; también de aquella lectura de Suetonio me quedó aquella sentencia que el emperador dijo a su hijo Tito, quien lo había censurado por haber puesto impuestos hasta a la orina: Pecunia non olet.
La saludable política de cobrar por hacer en espacios públicos lo que otro no puede hacer por nosotros -que en mi caso demanda cierta relajación y, como todo el mundo supongo, una mínima comodidad espacial- también me trajo a recuerdo la redondilla que, a finales del siglo XIX, mentó en Madrid al alcalde José Osorio y Silva, marqués de Alcañices y Grande de España, más conocido como duque de Sesto. El duque de Sesto, siguiendo los pasos de Vespasiano, resolvió multar a todos los que hicieran aguas menores en la vía pública con 20 pesetas, cifra más que respetable para la época. La respuesta popular no demoró: "¿Cuatro duros por mear? / ¡Caramba! ¡Qué caro es esto! / ¿Cuánto lleva por cagar / el señor duque de Sesto?"
Si bien en Termini no estaba sentado en un inodoro de oro como el que el Met de Nueva York le ofreció a Trump para decorar algún salón de la Casa blanca, me felicité por el prudente hábito de llevar pañuelos descartables de papel, de cuyo principal uso alternativo me enteré en agosto de 2016 -en ese momento no sabía que se llamaban Fazoletti in pura ovatta di cellulosa- cuando, una estudiante en el Instituto de Literatura Latinoamericana me preguntó, en voz baja, si tenía pañuelos y yo le tendí uno blanco e inmaculado, pero ella quería "pañuelos" que por suerte siempre llevo en el bolsillo interno del lado izquierdo de mi chaqueta, pensado para la caja de cigarrillos.
Ya en el tren que me llevaba a Siena me acudieron otras historias, relacionadas con la del baño de Termini. Una de ella de mi -remota- juventud cuando hicimos una salida por una semana a escalar unos cerros de alta montaña, G.P.V. -la luz del entendimiento me hace ser muy comedido-, un íntimo amigo encargado de darnos la lista de vituallas, había puesto en primer lugar papel higiénico. Cuando yo pregunté por esta prioridad, otro íntimo del grupo, Carlitos García, largó una carcajada y recordó su última excursión. Era casi medianoche -a más de 3000 metros de altura en el Cordón del Plata-, cobijados en su carpa estaban separados de otra, con los dos compañeros de cordada, por unos 50 metros, pero con una tempestad de viento y una feroz nevisca. Una oscuridad total, digna de el cuento "La pata del mono" y unos cuantos grados bajo cero. G.P.V. tuvo necesidades de hacer lo que otro no podía hacer por él, pero... no tenían papel higiénico -en aquel entonces, ¡ay! no existían los Fazoletti in pura ovatta di cellulosa-. Solo como Ayax defendiendo el cadáver de Patroclo G.P.V. enfrentó la ominosa noche y la gélida tempestad para "dejar caer su corrupción" -Borges dixit-. "Lo único que tenía a mano -nos contó Carlitos García ahogado en sus carcajadas- era nieve, que tiene todas las características opuestas para el caso: raspa, es fría y es húmeda".
En los años de aquella salida yo no había leído a Rabelais; Gargantúa basado en métodos empíricos probó todos los materiales que tuvo a mano o se le ocurrieron para este momento tan especial; y así se lo hizo saber a su padre, Grandogousier, entre otros: un antifaz de terciopelo de una señorita, un sombrero de señora y otro de paje, pañoletas, animales y hierbas varias, ladrillos, cortinas, frazadas, servilletas, cobertores, pañuelos; para concluir en que lo mejor es un pichón de oca. Pero también Gargantúa sentó jurisprudencia con respecto al uso del papel por aquello de "Tousjours laisse aux couillons esmorche / Qui son hord cul de papier torche".
Antes de Gargantúa, los griegos usaron piedras, arcilla y conchas de moluscos; los romanos, hojas de lechuga, esponjas o vellones de lana atadas a un palo que dejaban, en recipientes con vinagre, a disposición de los próximos usuarios; los aborígenes de las grandes llanuras de los Estados Unidos, hierbas o musgo seco; mazorcas de maíz, los pueblos mesoamericanos; agua los musulmanes -pero solo usando la mano izquierda-. Los chinos introdujeron el papel y su uso se difundió urbi et orbi por la Ruta de la Seda; pero recién a fines del siglo XIX el papel tomó la forma -o el formato- de lo que hoy llamamos "papel higiénico".
En Sin novedad en el frente, a la hora de los descansos a retaguardia, Pablo Bäumer y sus camaradas, luego de los almuerzos se retiraban a un lugar aislado y al sol, acuclillados en un círculo, hacían sus necesidades mientras leían la correspondencia recibida de sus hogares o comentaban las noticias de los periódicos y revistas. Sin saberlo los protagonistas de Sin novedad en el frente hacían sus necesidades de la misma manera que los romanos en los baños públicos en la época de Suetonio, a la vista del resto de la concurrencia a "ese lugar sagrado" y sin encerrarse entre cuatro paredes; o "Del otro lado de la puerta...", como empieza Borges su poema "La prueba".
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