No es secreto para nadie que, a causa del código genético homicida del Homo Sapiens ─autoetnónimo que le permite sobrepasar cualquier límite a la hora de matar a los rotulados con un exónimo que lo justifique, exterminar especies animales y vegetales, provocar daños ecológicos irreversibles y contaminar la tierra a destajo─, la guerra es una de sus actividades más destacadas. Es característica del ser humano que la guerra, curiosamente, es un factor que trae aparejado el progreso como valor agregado, y sobre este tema la literatura ha reflexionado desde Aristófanes en adelante. En una breve y sucinta reseña podemos deducir cómo las guerras napoléonicas nos legaron adelantos que perviven: el método Appert –del cual disfrutamos cuando abrimos cualquier tipo de conserva en lata– y, los primeros protocolos de la medicina en el campo de batalla: priorizar la gravedad del herido sobre título de nobleza o rango militar. Podíamos seguir con los avances en ortopedia al final de la Guerra Civil de los Estados Unidos y, así como el desarrollo de la confección masiva de ropa y calzado ─es bueno recordar que la idea de padronizar las medidas de ropa y número de calzado fue una necesidad logística que superó el ejército de la Unión; hasta ese momento se confeccionaban tallas patrón y cada consumidor debía ajustar las prendas a su tamaño─; también el salto en técnicas de cirugía estética en la contienda de 1914-1918; uno de los mayores estragos de la guerra de trincheras fueron las heridas en la cara. Se necesitaron dos palabras en francés para designar a los nuevos mutilados, que proliferaron en las calles, pinturas y caricaturas de Otto Dix y George Grosz, los gueules cassées ─literalmente “jetas rotas”, la excelente novela Nos vemos allá arriba de Pierre Lemaitre habla de la vida de uno de ellos; la adaptación al cine es imperdible.
Continuando con una breve y sucinta analectas, los progresos en la guerra aérea de la Primera Guerra Mundial llevaron al desarrollo de la aviación como medio de transporte ─los primeros aviones de pasajeros fueron bombarderos reciclados─ y, a finales de la segunda, a su predominio como transporte de larga distancia; hasta un punto tal que hoy, en tiempo del Covid 19, muy pocos millenials recuerden que hace 60 años atrás los viajes a otros países distantes sólo eran posibles en olvidados transatlánticos. Otra herencia de la Segunda Guerra fue la organización, mantenimiento y movilización de grandes masas de tropas ─que incluye, mecánicos, médicos, enfermeros y todo tipo de abastecimiento; un detalle poco conocido, por cada hombre en combate hay casi 20 en retaguardia─; la herencia civil de ese nuevo know how fue el desarrollo de lo que hoy llamamos multinacionales y sus todopoderosos estados mayores, los ejecutivos de la década del ’60 del siglo XX y –los gremlins contemporáneos–, los CEO.
Un libro publicado en 1941 que anticipó este nuevo fenómeno La revolución de los directores (The Managerial Revolution) de James Burnham al que, luego de trabajosas búsquedas encontré en la Feria de San Telmo, envuelto en papel film, integro pero destrozado, como un gueule casée, y volví a encuadernar salvando la tapa original. Fue después de leer La revolución de los directores, que Orwell tuvo los elementos para acuñar el término “guerra fría” y escribir 1984. Dos palabras de cuño bélico y cotidiano uso: fuego amigo ─los políticos saben de esto─ y daños colaterales ─ídem.
No estamos en guerra, pero tenemos ese nuevo Caballo de Troya, mejor Pangolín de China, que ha colocado a la humanidad en riesgo de extinción, amenaza que deja la de la guerra nuclear a la altura de un cuento de Hans Christian Andersen. Y este invento chino, como el papel y la pólvora, ha revitalizado un término, mejor concepto, al cual no le he encontrado un antónimo: comorbilidad.
La comorbilidad son las dolencias o antecedentes de enfermedades que suman riesgo a una nueva; en el caso del Covid 19, ya sabemos, son varias, las dos más graves son ser viejo o pobre, peor, viejo pobre. No he encontrado un antónimo de esta palabra acuñada hace medio siglo, ¿podría ser covitalidad? En este domingo 10 de mayo 2020, donde el mañana es incierto como lo cuenta el Apocalipsis de San Juan, del cual sólo la ilusión de encerrarnos hace creer que nada nos ha de pasar, he descubierto, ya que no vacunas, antídotos literarios.
El primero es el quevediano soneto “Desde la torre”: “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos, / y escucho con mis ojos a los muertos”. Pero además pensando a calamo currente, mejor digiti currente, en un mundo pos Apocalipsis en que no haya libros, la covitalidad estará dada por la memoria de los sobrevivientes que tomen la responsabilidad de mantenerlos vivos. Renacerán los rapsodias que canten glorias pasadas, así surgió la literatura con El cantar de Gilgamesh y siguió con La Ilíada y Odisea, el resto es conocido.
La historia de Farenheit 451 de Bradbury es sabida, en un mundo futuro los bomberos no apagan fuego sino que queman libros, está prohibido leer pero no ver televisión, Guy Montag, el bombero incendiario protagonista, cambia de bando y termina juntándose con un grupo de fugitivos que se han propuesto salvar los libros. La versión fílmica de François Truffaut, tiene una deliciosa vuelta de tuerca, los fugitivos se llaman “hombres-libro” y viven escondidos en los bosques y tienen como misión aprender un libro de memoria. Guy Montag ha llevado el suyo; sabe que tiene una misión que justifica su existencia, memorizarlo para transmitirlo a otras personas. Creo que, en la película, el libro de Montag era Historia de dos ciudades.
No sería mala práctica leer algún libro con compañeros de encierro o por redes sociales. No sé ningún libro de memoria, aunque sí largos pasajes del Martín Fierro y Soledades de Góngora; sonetos de Quevedo y Lope de Vega; poemas de Borges y dos de The Old Huntsman de Sigfried Sasoon. En el universo de Farenheit 451, seré un “hombre-antología”.