Leemos en algunos cantos de Odisea que a Ulises, en algunas de sus escalas, los anfitriones preguntan si ejerce el oficio de la piratería ─actividad aceptada por los usos y costumbres de la época─, palabra polisémica si las hay. En griego homérico, del verbo peirao (esforzarse, hacer un intento) deriva peiratés, que pasa casi sin variantes al latín pirata y de allí al español, francés e inglés. Ahora, entre los siglos XVI y XVII, cuando el auge de la conquista y saqueo de América, los ingleses se dedicaron a piratear galeones españoles y acuñaron un término para autodenominarse: freebooter, más o menos “saqueadores libres”, y esto le da a la actividad un toque empresarial, o deportivo tipo fair play, al acto de robar, por aquello de: “el que le roba a un ladrón tiene cien años de perdón”; y, como legado dejó las novelas de piratas. Aunque Ulises no ejerció el oficio de pirata, no quita que en algunas de sus escalas, él y sus hombres, se llevaran todo lo comestible, bebible y “mujeres de cóncavas cinturas”. La historia de la literatura comienza con actos de piratería y saqueos; como el de Troya, cuya toma fue precedida de un ardid: el conocido caballo, con el cual los troyanos fueron vencidos.
No se estafa a un incrédulo, todo estafado, de alguna manera, ve cumplido su deseo ─¿qué otra cosa deseaban más los troyanos sino que los griegos desistieran del asedio?─ y esto ocurre porque verdad y mentira tienen rasgos que concuerdan: el porte, el modo de andar y el gesto, las contemplamos con los mismos ojos y, una no existe sin la otra; no sólo somos débiles ante el fraude sino que lo buscamos e incitamos para que nos atrape.
Pero el saqueo de Troya nos remite a otra acepción de pirata: corsario, derivada del francés antiguo cursaire “marinero que practica la carrera, es decir la captura de buques mercantes enemigos” (marin qui pratique la course, c'est-à-dire la capture des vaisseaux ennemis marchands); el corsario es un ladrón patriota ya que es necesario un conflicto que justifique la legalización de su oficio. Casi todas las naciones se fundaron por obra de conquistadores que, a su vez, eran corsarios ─los grandes museos deben a este oficio, parte de su patrimonio─. Venecia ostenta monumentos provenientes del saqueo de Alejandría y Constantinopla ─capital del imperio bizantino que, a su vez, había saqueado ciudades para su embellecimiento─. De donde queda en claro que las obras de arte son uno de los botines más preciados de los corsarios.
La semana pasada volví a ver La noche de los generales (The Night of the Generals, 1964) de Anatole Litvak, cuya banda sonora es del mítico Maurice Jarré ─películas eran las de antes, cuando se componía la música que la acompañaba─ que, entre otras, musicalizó: El día más largo; Arde París y Lawrence de Arabia─, vuelvo a La noche de los generales. En 1942, en Varsovia ocupada, una prostituta es asesinada al estilo de Jack el Destripador; un testigo alcanza a ver los pantalones del asesino que corresponden al uniforme de un general alemán. El mayor Grau, comisario incorporado al ejército, comienza la investigación y ve que, en ese momento, hay tres generales en la ciudad, pero no puede terminar su trabajo porque es enviado a París. Ahora es 1944, los aliados se acercan a París y el mayor Grau y los tres generales vuelven a estar juntos en una misma ciudad. El general de las SS Tantz, un Peter O’Toole con una cara de degenerado capaz de asustar a Nosferatu, resulta ser el asesino y no espoileo nada porque no cuento ni subtramas ni final, a los cuadros me remito. Tantz toma dos días de licencia en un auto con un chofer y guía. En el tour, el general ─que, hasta entonces en las reuniones sociales bebía solo agua, de civil fuma como un murciélago y bebe como un cosaco─ pide visitar el Louvre, donde corsarios de tierra firmes están separando obras de arte para ser enviadas a Alemania. Entra a la sala de autores decadentes y se detiene frente a obras de Toulouse-Lautrec, Renoir y Gauguin, pero es el autorretrato de Van Gogh el que lo perturba y su cara frente a él le pondría los pelos de punta a M, el vampiro de Düseldorf; por la noche pide ir a un bar de alterne y ficha una prostituta, al día siguiente pide regresar al museo, vuelve al autorretrato y su cara ahora haría que Alien el octavo pasajero llame a los gritos a su mamá. Las dos escenas frente al autorretrato, tienen un pasaje musical de dos minutos y medio que eriza la piel. En todo caso, la escena del saqueo del Louvre remite a una película reciente Operación Monumento (The Monument Men, 2014) donde a finales de la guerra, con París ocupada por los alemanes, un grupo de oficiales aliados tiene como objetivo seguir el rastro de las obras robadas y los depósitos adonde fueron enviadas. Las dos películas remiten a la obra primigenia, la magnífica El tren (The Train, 1964) de John Frankenheimer, con final inesperado.
Los corsarios que roban obras de arte van a lo seguro: cuadros y esculturas conocidas. En la película El último Vermeer (The Last Vermeer, 2019) la historia toma otro ribete. En Amsterdam de 1946, un oficial holandés debe investigar a un pintor y marchand acusado de conspirar con los nazis y venderle, por una fortuna, un cuadro de Vermeer poco conocido, a Herman Göring, jefe de la Luftwaffe y segundo hombre más poderoso de Alemania. La sospecha que pesa sobre el pintor y marchand es que, al no poseer recibo de compra, habría obtenido esa obra de alguna familia judía en apuros, motivo por el cual se enfrenta ante los tribunales, acusado de colaboracionista, con la amenaza ser ejecutado. Y ahora si espoileo el final, porque Han Van Meegeren, el pintor y marchand, había falsificado una obra inexistente de Vermeer.
Si para Picasso: “los malos pintores copian y los buenos roban”, Hans Van Mergereen hizo las dos cosas, robó y copió, pero alcanzó el objetivo del estafador, encontró al incrédulo, Herman Göring que, de alguna manera, andaba a la búsqueda de un engaño al comprar una obra desconocida de Vermeer. Y esta historia, como la de los saqueos de obras de arte de los nazis dio pie a una serie de películas, tiene dos antecedentes literarios.
El primero atañe a Hans Van Mergereen y es comentado en El club Dumas de Pérez Reverte: la mayor frustración de un falsario es que el reconocimiento público por su trabajo implica ir a la cárcel, de allí que deberá permanecer en el anonimato de por vida. El segundo atañe a Herman Göring y está en el Martín Fierro: “Porque el zorro más matrero / Suele cair como un chorlito; / Viene por un corderito/ Y en la estaca deja el cuero”.
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