Pese a los premios cosechados, no he visto ─ni creo que lo haga─ la película Los cazafantasmas, mucho menos su remake. Pero me identifico con una idea: soy cazador de palabras.
Desde el origen, las palabras identifican y diferencian, amigan o enemistan a “civilizados” y “bárbaros”, las comillas no son fortuitas, depende de qué bando venga la discriminación y esta actitud viene desde las etimologías. Bárbaro deriva del griego antiguo barbarós, onomatopeya con la que los contemporáneos de Pericles diferenciaban a quienes no hablaban su idioma, o no lo hacían bien, incluidos a los que vivían en sus ciudades, los metecos. Que los griegos, con este gálibo fonético, estigmatizaran, entre otros: a egipcios, persas y fenicios muestra, desde el gregarismo, el valor de los vocablos; incluyen o excluyen.
Pero a su vez, las palabras combinadas en frases permiten otras maneras de identificar lo bueno de lo malo, o ignorado. Son aquellas cuyo mensaje oculto no entendemos, aunque entendamos lo que dicen, porque transmiten algo inextricable, imposible de descifrar. Este secreto es lo que, muchas veces, llamamos seña y contraseña; no es su único sentido. Seña y contraseña también pueden ser una clave; en teoría descifrable. Poe reflexionó sobre ellas en “El escarabajo de oro”, el protagonista se enfrenta a un criptograma y lo resuelve partiendo de una lógica: lo que una mente puede codificar otra lo puede decodificar. No es el caso de seña y contraseña o mensajes en código.
La película El día más largo del siglo (1962), cuenta los prolegómenos y primera jornada del desembarco aliado en Normandía, el 6 de junio de 1944. Los alemanes, que están esperando el desembarco, no saben lugar ni fecha e intentan descifrar sus mensajes en código; el más importante, transmitido por la BBC la noche del 4 de junio de 1944, fueron las primeras líneas de Chanson d'automne de Verlaine: “Les sanglots longs / Des violons de l'automne / Blessent mon coeur / D'une langueur / Monotone”. Los tres últimos versos de la estrofa: “Hieren mi corazón / Con una languidez / Monótona”, alertaban a los jefes de la resistencia que la invasión comenzaría en las próximas 24 horas y debían preparar a su gente para atacar a los alemanes de manera masiva. El próximo mensaje de la BBC en código llega poco más adelante en la película: Jean a un long moustache; el Día D ha comenzado; la resistencia sale a combatir.
No sólo la manera de hablar; ropa y modales pueden ser rasgos distintivos y discriminatorios. Estos conceptos son el argumento de Pygmalion, la comedia de Bernard Shaw; en ella, el profesor Higgins metamorfosea a la tosca florista Elisa Doolitle en una dama por el solo hecho de enseñarle a vestir y hablar correctamente como ─se supone─ debían hacerlo las damas de clase alta. Imposible olvidar la adaptación de la comedia musical llevada al cine con el título Mi bella dama (My Fair Lady, 1964), cuando Audrey Hepburn vestida como una lady, logra deshacerse de su pronunciación cockney, de los bajos fondos del East End londinense y canta, delante de Rex Harrison, aquellas palabras que son su shibbóleth: The rain in Spain stays mainly in the plain.
He vuelto a ver esa escena de Mi bella dama en Youtube, música y letra son bellísimas; otro lenguaje, el body talking: estética y coreografía son las que chirrían y ahora es una suerte de cockney visual. En otras palabras, vista a la distancia, en lo que hace a su lenguaje corporal, Mi bella dama, es una película meteca y su body talking es algo que los griegos llamaron de bárbaros.
De esta manera, seña y contraseña son llaves que nos abren el mundo a nuevas realidades, como el “Sésamo ábrete” que permitió el acceso a la cueva del tesoro a Alí Baba y, luego, a su hermano Kassim, quien, enterado de estas palabras secretas, logra entrar a la caverna. Pero, al momento de salir con sus burros cargados de riquezas, Kassim las olvidó ─además de codicioso era desmemoriado─, en realidad recordaba “ábrete”, pero no la primera, intentó en vano con todas las semillas que recordaba, menos “sésamo”, que es la clave, y quedó encerrado; para su mal, porque cuando llegaron los ladrones le cortaron la cabeza y perdió la memoria definitivamente. Quizás Kassim podría haber dicho otra palabra mágica, a la que acudía un héroe de historieta, el niño huérfano Billy Batson que se transformaba en el Capitán Marvel ─una especie de Superman─ cuando la pronunciaba: “Shazam”. El conjuro Shazam tenía su miga; otorgaba al canijo Billy ─además del porte de un físico culturista y un atuendo bastante huachafo─: la sabiduría de Salomón, la fuerza de Hércules, la resistencia de Atlas, el poder de Zeus, el coraje de Aquiles y la velocidad de Mercurio. Podría haber ocurrido que Kassim, que además de codicioso era desmemoriado, pronunciara mal la palabra “Shazam” o la pronunciara al revés; los resultados también serían previsibles.
Leemos en el Libro de los jueces (12:5-6), el enfrentamiento y derrota de los miembros de la tribu de Efraim frente a los habitantes de Galaad. Los efraimitas volvieron sobre sus pasos y vadearon el Jordán, pero los galaaditas los estaban esperando y, para identificarlos, los sometieron a una sencilla prueba, les pidieron que dijeran la palabra shibbóleth (espiga), los de la tribu de Efraim la pronunciaban de otra manera, sibbóleth. Ese día, los cuarenta y dos mil que dijeron sibbóleth, al igual que Kassim, fueron degollados.
Shibbóleth ─con pronunciación galaadita─ pervive en inglés donde, además, tiene el valor de rasgo distintivo en la ropa, modales o lenguaje, que identifican a un grupo de personas.
Según el Merriam Webster Dictionary, el primer uso registrado del término shibboleth en inglés fue en 1638. No hay una adaptación de esa palabra en el de la RAE. Sería bueno que la hubiera.
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