La primera impresión de Alí fue que es un sosías de Robert de Niro; pero no se lo dije ese miércoles de febrero cuando, luego de el primer desayuno en el hotel, nos conocimos, sino dos días después.
Tuve mis razones: no teníamos algún tipo de confianza y quería confirmar esa primera impresión acerca del parecido; esperé escrutarlo con discreción. Disimulado para mirar no es mi fuerte, Beatriz me repitió que soy absolutamente descarado. “Ojo de fotógrafo" o de escritor, que es lo mismo, de ninguna manera soy un “descarado”. “Nyet”, responde la bella, “fisgón y descarado”. Aludía a que la cautela para mirar o escuchar a quien o a quienes, me llaman la atención no es mi fuerte, y ahora, con Robert Alí de Niro, debía ser más que cuidadoso, primer viaje a Turquía y no conocíamos las costumbres ¿cómo tomaría mi actitud de fisgón?
Luego de dos días de ojearlo ─cuidando de no aojarlo─ desde distintos ángulos y escorzos estaba convencido, no solo de los rasgos sino en los gestos: Alí no es “un”, es “el” sosías. Más todavía, escribo estas líneas y diría que Robert de Niro a su vez es Alí; y de verlo, el actor creería estar frente a un espejo. El viernes, estaba roto el hielo y Robert Alí de Niro resultó un conserje fino, tan observador como yo; cuando vio que no estábamos interesados en hacer compras y sabíamos lo que queríamos ver y dónde ir, nos reveló lugares, cortadas y pequeños recovecos en las proximidades que nos podrían interesar.
“Oui, oui pas d'achats, yes, no purchases”, decía saltando del inglés al francés cuando nos marcaba en el plano de la ciudad puntos y rincones que no podíamos pasar por alto. Nomas romper el hielo, nuestro concierge resultó tan irónico como su doble ─idéntica risa leve y franca enfatizando la comisura de los labios y arrugando el entrecejo─. El viernes mismo nos dio letra cuando pedimos instrucciones para ir el domingo a la minúscula iglesia de San Salvador en Chora, que si bien nos interesaba, sabíamos que no era un recorrido procurado por turistas alienígenos.
Consultó por internet, imprimió un plano, indicó en el mapa de la ciudad y abrochó el mapa a su impreso. Ofreció conseguirnos un taxi y pedir presupuesto para llevarnos, esperarnos y traernos de vuelta al hotel. Dije que preferíamos ir en transporte público: ¿are you sure; êtes-vous sûrs?, y esbozó la sonrisa de su doble, dijimos que sí. Alí de Niro volvió a su risa leve y franca, nos indicó dónde quedaba la terminal de ómnibus de Eminonu, cuáles nos llevaban y también que era tarifa única.
Recién entonces comenté del parecido: “Not bad, he’s a number one”. Los hechos le dieron en parte la razón, la ida a San Salvador en Chora no fue problema; el problema fue volver. Nos perdimos buscando un ómnibus hasta que dimos con un taxi, pero ya estábamos experimentados en perdernos en Estambul.
La primera vez que nos extraviamos, y mal, al borde de una angustia estimulante pero no por eso menos angustiosa, fue el primer día de estadía, luego de haber conocido a nuestro Alí de Niro. Difícil olvidar la primera visión de la ciudad, ni bien nos hospedamos fue la vista panorámica desde el comedor del hotel, en el último piso junto con el primer desayuno turco, del cual excluimos la sopa. A nuestros pies, los barrios de Sirkeci y Eminonu, al fondo el Cuerno de Oro; a la derecha, el Bósforo y más allá, borrado en el horizonte como un espejismo, se intuía el mar Negro; más atrás, a la izquierda, pasando el Cuerno de Oro, Benyoglu, Pera y la Torre Gálata. Una mampara corrediza con ventanal separaba el comedor de la terraza, refugio de fumadores y de gaviotas; un par de pedigüeñas asiduas, golpeaban el vidrio con el pico reclamando comida. Luego del desayuo le dejamos las llaves a Robert Alí que nos ayudó a ubicarnos en el mapa en el barrio donde estábamos; de inmediato el primer dato geográfico y demanda logística: dónde comprar una botella de vino para la bella y una de raki para mí.
Guardadas las botellas en el cuarto, empezamos el primer recorrido previsto, una pasada para ver las distancias reales de caminata o tranvía ─los mapas suelen ser arteros─ para marcar los horarios de visita a Topkapi, la Mezquita Azul y la iglesia de Santa Sofía. Noté que el camino que seguimos es el mismo del trazado ─ida y vuelta─ de una línea de tranvías. Con los cronogramas de visitas ajustados, continuamos con el plan ya armado en casa antes de partir; la cola para entrar a la Cisterna Basílica nos hizo dejar para otro día las dos columnas con la cabeza de Gárgola invertidas de base. Seguimos hasta el Gran Bazar y, luego de recorrerlo resolvimos salir por el lado opuesto de donde entramos y de allí volver. Para nuestra sorpresa vemos que estamos a la vista de la mezquita Azul, “nos perdimos en el Gran Bazar”, y apuntamos a la Mezquita Azul porque de allí ya sabíamos cómo regresar al hotel.
Nos volvimos a extraviar y preguntamos en un negocio; sabemos que el inglés y el francés ayudan cuando uno no habla turco. “No english, no turkish; russian or greek”, balbucea un vendedor, su voz suena en nuestros oídos como el canto del almuédano, vueltas, vueltas, vueltas y vueltas y llegamos a la mezquita, pero no era la Azul, la Sultan Ahmet, era la Sülemayniye, la de Solimán.
Desde las alturas, en el medio de la angustia creciente atiné a tomar, desde la terraza del patio, un par de vistas panorámicas del Cuerno de Oro. Ahora, como la vista del mar a los espartanos de Jenofonte, el Cuerno de Oro nos tranquiliza, llegando a su ribera sería fácil encontrar el camino del hotel. Fácil pensarlo; hacerlo, no. Los interlocutores que cruzamos, la gente y los policías sólo hablaban turco. La angustia cedió paso a la impotencia. Entendían dónde queríamos ir cuando mostrábamos el mapa; no entendíamos las explicaciones; entendían que no nos podíamos comunicar; con mutuos gestos de impotencia, encogiéndonos de hombros, nos despedimos luego de cada consulta infructuosa.
Recordé a los 10.000 de la Anábasis y el grito que Jenofonte escucha cuando la avanzada baja del otro lado de una colina y ve el mar, las voces de júbilo resuenan hasta hoy al leer el libro. Un recuerdo lleva al otro, ¡las vías del tranvía! Mapa en mano, la pregunta cambia “¿tranway please”, “¿tranvai?”, “evet”, una de las pocas palabras que sabíamos en turco y afirmábamos con la cabeza. Como Judá León, que era rabino en Praga, tranvai, fue el Nombre que es la Clave. Ya en las vías, la segunda palabra, fue el “Sésamo ábrete” ¿Topkapi? Quince cuadras después estábamos en el cuarto del hotel.
La botella magnum de raki duró justo seis días ─un invento mío sin patentar, mezclado con agua caliente es como un grog y acompañado de confituras turcas vale por un cuento de Scherezade─. Ni idea como se dice sacacorchos en turco, tampoco ganas de salir a buscarlo. La botella de vino nos acompañó sin abrir hasta Sicilia, una semana más tarde.
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