Leí en “El País”, de una nueva plaga invasora que alarma a los apicultores del mediterráneo y Estados Unidos la Vespa velutina, avispa asiática, llegada de polizón en cargueros ─adivina adivinador, ¿de qué país?─ con alguna reina fecundada.
Luego de leer un par de notas alusivas navego por la Web, mis recuerdos y experiencias. ¡Voilà mes résultats et mes conclusions!
Este “animalito de dios”, según decires del Mendieta a Inodoro Pereyra, tiene una manera particular de alimentar a las larvas –además glotonas–, abejas melíferas que cazan al vuelo con potentes mandíbulas; separa el comestible tórax y lo lleva a la colmena. Los adultos se conforman con cuanto insecto o arácnido se ponga al alcance de su aguijón ponzoñoso, bastante doloroso para los humanos; virtudes que, dentro de la cadena trófica de los insectos, ubica a la Vespa velutina en el rango de superpredador.
Debuté en el universo de insectos supepredadores con el primer documental que muestra su vida: El desierto viviente de Walt Disney ─inolvidable la danza nupcial de los escorpiones al ritmo de música country─, una de las escenas antológicas es el enfrentamiento entre una tarántula y una avispa, que logra paralizarla con el aguijón y llevarla al nido; sobre la araña inmóvil, pero viva, la avispa deposita los huevos, cuyas larvas se alimentarán de la araña.
En mi realidad citadina, uno de los orgullos de terraza del departamento fue una Santa Rita, las cascadas de flores púrpuras que duraron dos veranos, perversas hordas de orugas pusieron fin a mis veleidades de jardinero; un atardecer, frente a la planta agónica, con un inútil pulverizador de insecticida en la mano, fui testigo de cómo una criolla avispa, cuyo nombre ignoro, luego de clavar su aguijón para paralizar a una oruga que se debatía entre sus patas, remontó vuelo con ella y se perdió detrás de un tanque de agua vecino; El desierto viviente en un décimo piso del porteño barrio de Palermo.
Esta forma, exclusiva de insectos, de mantener a la prole con comida fresca, pero viva, se llama parasitoidismo, incluye manduca de insectos o arácnidos y no involucra necesariamente variedades carnívoras o predadoras. Una flânerie por la Web revela que un diez por ciento de los insectos tienen esta característica nutricia, y se calcula que hay cerca de ochocientas mil especies de insectos conocidas que la tienen como dieta para sus párvulos; bestiario del terror que supera a la imaginación más osada.
En la ficción hay un parasitoide famoso ─aunque es un xenomorfo─ que llegó a la pantalla grande, actuación válida solamente en la primera versión y no en la infame serie que le sucedió: Alien, el octavo pasajero (1979) de Ridley Scott; la escena de uno de los tripulantes que cae sobre la mesa donde está cenando junto sus compañeros y su pecho estalla, para dejar salir un pequeño monstruo extraterrestre que ha sido incubado en el interior de su cuerpo, sigue siendo escalofriante medio siglo después de su estreno.
Vuelvo a la distante escena de parasitoidismo de la que fui testigo en el décimo piso; por su carácter justiciero, la avispa que se cargó a la larva, en ese momento la escena me retrotrajo de nuevo a las pantallas, ahora con El avispón verde, donde el magnate Britt Reid combate el crimen durante las noches, utilizando la identidad secreta de Avispón Verde, pero la estrella era su chofer y mayordomo Kato ─el inolvidable Bruce Lee─ que amasijaba villanos con su artes de jeet kune do.
Siguen las semejanzas la Belleza Negra de Britt Reid, poderoso auto artillado se queda enano frente a la letal Vespa velutina: cabeza negra, nariz y mandíbula amarillas, abdomen negro con franjas trasversales amarillas, vientre con segmentos y manchas anaranjadas, patas y antenas negras con extremos amarillos. Pienso si los míticos cazas de la Segunda Guerra, los esbeltos Focke-Wulf 190, apodado Würger (alcaudón) y el P-51 Mustang, no ameritarían haberse llamado Vespa velutina.
Algunos escritores sucumbieron al socorrido ejemplo de dos literarias especies de ejemplares y laboriosos insectos: hormigas y abejas. De las primeras se encargan las fábulas con Lafontaine en la pole position con su Fábula de la hormiga y la cigarra; de las dos el poeta, dramaturgo y ensayista Mauricio Maeterlink con La vida de las abejas y La vida de las Hormigas. Pero, además de trabajar, cosechando hojas, pétalos, trozos de frutas o carroña, algunas variedades de hormigas desarrollan abominables características humanas: hacen guerras de exterminio o invaden otros hormigueros para someter a esclavitud a las congéneres; crueldad y sadismo empequeñecidos frente a otras maneras de procrear y dejar descendencia; que también hacen al aprendizaje y la creatividad del Homo sapiens sapiens.
Quizás porque para atrocidades los humanos nos bastamos y sobramos, escritores y artistas no han explorado facetas de truculencia de los insectos; que harían huir apavorados al antropófago Polifemo, la macabra Gorgona de cabellos de serpientes que petrificaba con su mirada a los incautos o la asesina Esfinge, que sucumbió a la sagacidad de Edipo ─glosando al mexica de pantallas televisiva Chapulín Colorado, Edipo puede haberse jactado luego de derrotarla: “no contaba con mi astucia”.
Más allá de la imaginación y viajes a través de lupa y paciencia por el universo de los insectos. Nuestra imaginación expresada en mitología y folklore revela un bestiario que desborda el universo de los entomólogos.
Según el diccionario de la RAE bestiario es: “En la literatura medieval, colección de relatos, descripciones e imágenes de animales reales o fantásticos”, en mi opinión la RAE se queda corta; su origen se pierde en la noche de los tiempos. Los bestiarios proliferaron en la mitología griega y, antes, en Babilonia, de esta última sobreviven los bellos mosaicos de la Puerta de Ishtar que se pueden ver en el Pergamonmuseum de Berlín. Ecos de la Puerta de Isthtar reverberan en la Biblia en dos pasajes: el Libro de Daniel y El Apocalipsis; en El Corán, la Sura 17 narra el viaje nocturno de Mahoma, de la Meca a Jerusalén; muchos Hadices ─relatos o interpretaciones, en el marco doctrinal, de vida y reflexiones del profeta Mahoma compiladas por sus compañeros─ dicen que la cabalgadura del profeta en su viaje nocturnal fue Buraq, cuadrúpedo alado ─suerte de Pegaso oriental─ “mayor que un burro, menor que una mula”, y también que el Buraq, podría tener rostro de una bella mujer.
El folklore americano no escapa a la tradición de seres imaginarios, empezando por el difundido licántropo lobizón o lobisonem, herencia europea afianzada en todo el continente, con variantes que van del séptimo hijo varón que se metamorfosea en noches de luna llena a la de Vudú creole, de los pantanos de Louisiana, ahora llamado Rougaroo, hombre con cabeza de lobo pero full-time. Una rápida lista trunca de seres imaginarios sudacas, incluiría al contemporáneo del Caribe y ya transnacional Chupacabras y otros de añeja solera. Uno de Brasil: el Saci Pererê; otro de la Triple Frontera: el Pomberito; y dos de factura nacional: la Mulánima norteña y la andina Chancha con Cadenas. En esta infinita biblioteca de zoología fantástica, mis dos bestiarios favoritos siguen siendo Metamorfosis de Ovidio y El libro de los seres imaginarios, antología de Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero.
El arte, saber y progreso humano recurren a estrategias parasitoides: el conocimiento científico, la sensibilidad y destreza artística; la agudeza e ingenio de escritores, poetas y filósofos, se han nutrido ─y nutren─ de la obra de sus predecesores, que se mantienen vivos en bibliotecas, filmotecas y museos. A estos reservorios alimenticios acudimos al momento de alimentar y asimilar sapiencia y sensibilidad que nos ayuden a inspirarnos.
A la hora de elegir un habitante de bestiarios, por mi hábito de escribir sólo con estilográfica, me identifico con el que habita en las páginas de El libro de los seres imaginarios: “El Mono de la Tinta”; tiene un porte de unos veinte centímetros y “está dotado de un instinto curioso; los ojos son como cornalinas, y el pelo es negro azabache, sedoso y flexible, suave como una almohada. Es muy aficionado a la tinta china, y cuando las personas escriben, se sienta con una mano sobre la otra y las piernas cruzadas esperando que hayan concluido y se bebe el sobrante de la tinta ─yo opto por el Dry Martini─. Después vuelve a sentarse en cuclillas, y se queda tranquilo.”
Eso sí, mi “Mono de la Tinta”, según la colorida ilustración del artista oaxaqueño Francisco Toledo.
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